VENID A ARGENTINA

El viaje de una familia de inmigrantes que se radica en el barrio Astra luego de huir del franquismo en plena la guerra civil española.

Lucía Coetsee

– ¿Y cómo le dicen a Franco? -preguntó Matilde a su abuelo Lorenzo.

– De muchas formas… a ver, Generalísimo por la Gracia de Dios. Salvador de España, Caudillo, la Luz de El Pardo, la Espada más Limpia de Europa, el Caudillo de la Gloriosa Cruzada, Victorioso Caudillo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, Caudillo de nuestra Gloriosa Cruzada de Liberación Nacional…

María lo interrumpió, mientras leía el telegrama.

– Muchos apodos para una persona detestable… o admirable dependiendo del bando en que estás porque si eres una “Rojilla” como nosotros lo llamarías Paquita la Culona, El Cornudo, El Enano, El Flauta…

– ¿El Flauta?

– Si porque tiene voz fina.

– María, cuida tu boca enfrente de la niña -dijo el abuelo conteniendo la risa.

María leyó una y otra vez el telegrama, como si buscara en ese corto texto el coraje que se necesitaba, porque si había algo que a la dictadura no le gustaba es el coraje del pueblo.

“Venid a Argentina, os espero”, le dijo Juan Julián Castejón a su mujer María, que se encontraba en una España en plena guerra civil en 1936, y ella junto con sus hijos Ángela, Lorenzo, Matilde, Isabel y Luis comenzaron la travesía de escapar del franquismo, como muchos españoles.

La razón de su partida también era la de muchos. La guerra en ese momento mostraba el comienzo de la derrota del bando republicano. Y todos aquellos “Rojos” iban a recibir su penitencia por parte de Franco, eso lo sabían muy bien. María no tuvo otra opción más que esconder toda prueba de su pensamiento, por el bien de su familia. Quemó libros, cuadros, fotos y enterró un busto de Lenin. Sintió que se enterraba a sí misma. “Como este será un nuevo comienzo, más me vale enterrar mi pasado”. Por último, hizo los preparativos del viaje, un solo bolso con muy poca ropa para los hijos. Tenían que viajar rápido y era mejor estar ligeros de equipaje. Una prenda por niño era suficiente. Fue difícil. Quería llevar toda su vida a Argentina.

Y desde Andalucía partió la familia Castejón. La primera parada sería en Barcelona donde vivían unas primas de María.

-Quédense  aquí -dijo la prima en un tono triste, sollozante-, que te van a atrapar y Dios sabe que harán contigo. ¡Y con los niños!

-¿Estás loca? ¡Si es que aquí no se puede vivir! No con la Paquita al mando -dijo María con una sonrisa burlona.

-¡Calla mujer! Que si te oyen… te pillan por roja.

– Pero si es lo que soy. Bueno discúlpame, quise decir: No con el “Generalísimo por la Gracia de Dios” al mando.

– ¿Y cómo vas a hacer?

-No lo sé, pero lo que sé es que aquí no puedo estar, ¿Qué futuro tienen mis hijos aquí?

-Ninguno, eso es claro. Pero es que…

-¿Qué?

La prima comenzó a llorar.

-Venid con nosotros -dijo María, aunque ya sabía la respuesta.

-No, de acá no me sacan, anda tu con los niños.

María miró a su prima y la abrazó fuertemente, no quería soltarla, pero no tenía otra opción, debía irse.

Antes de partir tenía que arreglar algunas cosas. Así que dejó a Isabel, la hija más chica con sus padres y a Matilde con sus suegros. El resto quedaron con su prima, menos Ángela, la más grande que acompañó a su madre a mandar un telegrama a Argentina y preparar todo para tomar el barco en Francia. Cuando terminó, se despidieron de la prima de María.

-Cuídate prima, gracias por todo.

-De nada, cuídense ustedes, mándame un telegrama cuando lleguen, por favor.

Con pasos agigantados comenzaron a atravesar Barcelona para llegar a Marsella y tomar un tren. Llegaron justo a tiempo.

El paisaje era hermoso, pero también abrumador. Era pleno verano y el verde estaba en su punto máximo, los arboles imponentes comenzaban a mostrar sus flores y el sol daba un calor placentero. El pasto trataba de esconder los agujeros que dejan las bombas, pero no lo conseguían.

-Qué lindo paisaje- pensó Matilde.

-Que lástima que es la última vez que vamos a ver a nuestra España. Todo por ese maldito Franco -dijo Lorenzo aguantándose las ganas de maldecir más.

– ¡Calla niño! -dijo María casi riéndose-, que si te oyen… te pillan por rojo.

El viaje parecía no tener fin, la madre se encargaba de entretener a los hijos. Cantaba zarzuelas, contaba chistes, jugaba con Isabel, que parecía ser la más asustada de todos.

-¿Qué pasa si nos atrapan? -pregunto la más pequeña.

-No pienses en eso hija mía.

-¿Pero que nos va a pasar?

-Nada, si no hemos hecho nada malo.

-A cuántos han atrapado y no han hecho nada malo? -dijo Ángela, con voz furiosa.

-¡Calla Ángela!… ¿quieres asustar a la niña?

La conversación termina abruptamente cuando se oyen unos gritos desesperados.

-¡Los cazas!

-¡Que vienen las bombas!

-¡Todo el mundo fuera!

-¡Salid del tren!

Con pánico, todas las personas salieron del tren; sabían la rutina. No era la primera vez que pasaba. Se tiraron al suelo. El ruido del avión era ensordecedor, casi ni se podía pensar en lo que está pasando. Lorenzo grita, Isabel llora, María se arroja encima de sus hijos, pero no alcanza a abrazarlos a todos. Por suerte, solo por suerte, no pasó nada.

-¡Venga todo el mundo adentro!

Pasaron las horas y parecía haber calma en los hijos. María pensaba en Argentina y en Juan Julián. Y en la paz que iban a tener ella y sus hijos. Luis con una pregunta la sacó de su pensamiento.

-¿Cuánto falta madre?

-Mucho hijo mío. Todavía no llegamos a Francia.

De nuevo la alerta de los cazas. El ruido ensordecedor maldito, mismo procedimiento, diferente final; ahora escuchaban los pitidos de las bombas. María abrazó a sus niños, todos gritaban, todos lloraban. Isabel no pudo con su miedo, se fue corriendo. La madre la llamó, pero con el ruido apenas se escuchaba a ella misma.

-¡ISABEL! ¡VEN ACÁ, MIERDA! ¡ISABEL! ¡ISABEL!

Isabel estaba muy lejos. En el mismo momento en que María decidió ir a buscarla, una bomba alcanzó a la niña. Isabel desaparece. No queda un solo rastro de su hija, la más pequeña. Una nube densa de tierra se la tragó.

María la buscó inútilmente, pero al final no pudo más y los pasajeros oyeron un grito desgarrador. Parecía como si se fuera a morir, como si su deseo, su sueño de escaparse, se fuera con Isabel. La madre miraba el suelo en shock. No oía ni veía nada. Seguía sintiendo el ruido ensordecedor. Ángela fue a buscarla y la abrazó; sus sentidos vuelven a funcionar. Escucha el aviso de volver al tren. Una vez adentro, el silencio reina en el vagón, solo se oían los llantos que los ruidos del tren silencian. Nadie decía nada, todo miraban sin mirar. Pensaban en Isabel, en el ruido, en la bomba, la nube de tierra, el olor a quemado y a sangre. María rompió el silencio.

-No puedo hacer esto…

-Calla madre -dice Ángela abrazándola y secándose las lágrimas-, claro que puedes, lo vamos a lograr. Mira llegamos a Francia.

Francia era otra cosa, tenía aires de libertad, no se parecía a la gris triste y dominada España. María recobró un poco la esperanza. Los hijos tenían hambre, hacía tiempo que no habían comido. Comenzaron a caminar por las calles, viendo qué podían ofrecer los franceses. Lorenzo vio algo.

-¡Mama mira ese pan!… ¿lo podemos comprar?

Entraron al local. El lugar estaba impregnado por muchos olores, a queso, a pan recién horneado, a sardina; en fin, a comida.

María miró al vendedor y a falta de francés usó el lenguaje universal: el de las señas.

-Ala! ¡Aquí puedes hablar español compatriota!

Ella rio entre lágrimas. Había creído que nunca más volvería a ver a otro español. Comenzaron a hablar, la madre contó toda la historia hasta llegar a Francia, compartieron anécdotas, se preguntaron de dónde eran y si conocían a este o al otro. Solo eran interrumpidos por los niños; que Lorenzo quería el pan, que Luis y Matilde vieron unas sardinas que enloquecidamente querían comer. Al cabo de una hora o un poco más, salió la familia Castejón contenta, y Lorenzo, el más feliz de todos, abrazado a su baguette.

El día era estupendo, el sol radiante chocaba en sus caras. La felicidad parecía haber vuelto a sus corazones. Llegaron al puerto, la ansiedad era una empresa difícil de soportar.

Ya en el barco de carga, vieron cómo Francia se separaba de ellos. Lograron su objetivo.

-¡Al Fin! ¡Lo logramos! -exclamó Lorenzo, levantando el brazo izquierdo, como hacen los socialistas.

-Baja el brazo hijo, que todavía no llegamos, tu padre dijo que tenemos que ir a Brasil y luego a Argentina.

El barco estaba lleno; había personas de varios países, pero todos se veían igual. Cansados, usaban colores oscuros, tristes, otros vestían luto. Otros lucían enfermos.

Pasaron una semana desde que el barco dejó Francia, Matilde y Lorenzo comenzaron a toser y a tener fiebre. María no dejaba el camarote ni por un segundo.

-Dios no me quites otro hijo, que no puedo con mi pena.

Pasó una semana más. Matilde estaba curada y se la pasaba corriendo por el barco mientras Ángela la miraba de lejos. Luis apareció y Matilde vio que le decía algo al oído a Ángela, su cara cambio de repente. Ambos le devolvieron la mirada.

-¡Matilde ven!

Los tres corren al camarote donde vieron a su madre llorando desconsoladamente.

-Se ha quedado dormido, mi pobre niño. Se ha ido en paz.

La tercera semana llegaba a su fin, y se podía ver una línea en el horizonte. Brasil.

La familia miraba como cargaban bananas al barco.

-Mamá, ¿podemos comer bananas?  -dijo Luis.

-No lo sé hijo, ya veremos.

María perdió su juventud. No se veía igual que cuando dejó Andalucía. A juzgar por su cara, todo el viaje parecía que había durado cuarenta años. Tenía treinta y tres, pero parecía de sesenta. El barco volvió a zarpar.

 Una semana después llegaron a Argentina. La ansiedad volvió, pero ahora sabían que el objetivo estaba cumplido. Al menos la mayoría de la familia había logrado llegar.

 -¿Y padre? -le preguntó Luis a Matilde.

 -No lo sé, respondió ella.

Matilde había conocido a su padre solo por fotos. Ángela fue la única que lo había visto. Ella buscaba en un mar de personas a Juan Julián. Lo mismo hacía María. Comenzó a haber tensión en el ambiente, se preguntaban dónde estaría.

-¡Padre! -grito emocionada Ángela, que corrió a sus brazos, llorando de alegría.

Todos fueron a su encuentro. Juan Julián notó la ausencia de Lorenzo e Isabel.

-Calla Juan, luego lo hablamos.

El último tramo será Buenos Aires–Astra, donde Juan Julián tenía su trabajo en la fábrica de ladrillos. Tuvieron una pérdida más; años después, Luis enfermó, no pudo ir más a la escuela, lugar que él quería mucho. Estuvo dos años en cama, hasta que un día no pudo más. Rodeado de su familia, de sus juguetes, Luis murió, no sin antes decir sus últimas palabras: “Que se muera Franco”.

La familia Castejón vivió muchos años en Astra. En esos años, la felicidad renacó. Matilde terminó la escuela. Tiempo después las dos hijas se casaron muy jóvenes, como se acostumbraba en esa época. Ángela se casó con un actor de radioteatro descendiente de portugueses. Y Matilde, con un Neuquino, soldador y chapista, recién salido del servicio militar.

Y así concluye la historia, que es, más o menos, la historia de muchos inmigrantes, que decidieron venir a la Argentina a buscar un lugar mejor donde vivir, lejos de la miseria y de la muerte, donde poder expresarse libremente… hasta que llegó nuestra propia dictadura militar, pero eso es otra historia.

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