La historia de tres amigos del barrio José Fuchs marcada por la venta y el consumo de drogas. El destino de Lucas, Gabo y Jeremías signado por un kilo de marihuana.
Denis Viegas Bordeira
Sentado en una silla de madera vieja, frente a una ventana, la luz del cálido sol iluminaba la casa. Fumando medio faso que le había sobrado de la mañana, Lucas me contaba su historia. Decidí entrevistarlo para saber un poco más de él, cómo siendo tan joven se cruzó con el mundo del consumo y la venta de drogas. Lucas es un joven de 22 años, tiene el pelo marrón claro, ojos verdes y una estatura de no más del metro setenta. Se dedica a trabajar con su papá haciendo carpintería metálica y de vez en cuando es bachero en un restaurante.
Su historia comienza hace varios años, siete para ser exactos, cuando tenía alrededor de 15 años.
—Yo tenía un conocido, Gabo le decían, vivía cerca de mi casa y nos empezamos a juntar. Al principio le compraba faso nomás, yo empecé en el secundario a fumar, después conectamos como amigos, buena onda, hasta que un día empezamos a hacer negocios. No todo era ilegal. Cocinábamos torta fritas, churros, varias cosas para vender y tener unos pesos.
Gabo era un chico de 22 años, vivía en el barrio José Fuchs sobre un pasaje y tenía una hija pequeña. Al no contar con un trabajo estable, todo el dinero que ganaba lo conseguía vendiendo marihuana, la mayoría de la veces desde su casa. Era una casa vieja por fuera y por dentro, descuidada, y no tenía muchos muebles. Luego de un tiempo dejó de vivir ahí y se fue con sus padres, dejando la casa a su mejor amigo.
—Ese era el juntadero, iban todos los del barrio y nos drogábamos ahí siempre. La pasaba bien, tenía una mesa donde jugábamos al truco, cuatro sillas. No querés más.
—¿Cómo eran los chicos del barrio?
—Los chicos por lo general se mandaban cagadas pero eran tranqui. En esa época no vendían, robaban, se robaba mucho pero siempre fuera del barrio. Así conocí al Jere.
Jeremías era el mejor amigo de Gabo, tenían la misma edad y siempre andaba con cara de póker como si nada lo asustara. Tenía el pelo corto y un tatuaje de San La Muerte sobre brazo derecho.
El día que Lucas lo conoció en la casa del Fuchs, le sorprendió su inteligencia. Él sabía que se dedicaba a la venta y al escucharlo hablar se dio cuenta de que se manejaba muy bien con ese tema, era muy cauteloso, con grandes cantidades de marihuana y cocaína se tiene que ser más precavido. Ellos dos le enseñaron todo, desde armar un cigarrillo de marihuana hasta picar polvo blanco sobre el plato.
—Lo peor que se me ocurrió después fue empezar a vender droga para autosustentarme de capital que con el trabajo no hacía. En ese momento vender te dejaba plata, la droga siempre está cara y bueno… en ese momento la comida y las cosas no estaban tan caras, te rendía y te alcanzaba para derrochar.
—¿Cuánto fue lo máximo que ganaste?
—Lo más que gane como mucho fueron doscientos mil en una semana, tuve que trabajar mucho y jugármela bastante.
—¿Qué era lo que te dejaba más plata?
—En lo personal siempre me rindió mucho más el faso, la marihuana es consumida por diferentes tipos de personas, es más rápido para vender. Con la cocaína el que consume siempre es un chabón grande, que no quiere quitar que no pueda consumir cualquier persona, puede ser un chabón re de bien como cualquier malandro, el churro es más universal.
—¿Qué pasó con tus dos amigos?
Lucas parecía recordar.
Paralelamente Jeremías había conseguido una mercadería grande para vender, un kilo de marihuana, y junto con su arma personal -un revolver calibre 22- decidió ocultarla en la casa de su mejor amigo Gabo, que ya no vivía ahí hace un tiempo. Pensaba que no iba a ocurrirle nada, pero se equivocó, los días pasaron y alguien entró a robar a la casa del José Fuchs: se llevaron solamente lo que había conseguido y su arma incluida.
Jeremías, luego de enterarse, hizo todo lo posible para saber quién había sido. “Parece todo planeado”, pensó. Lleno de bronca tenía un par de chicos a quienes preguntar. —Tarde o temprano me voy a enterar— dijo en voz alta.
—Una noche fui a comprar y estaba el Jere con dos chabones más.
Cuando entró a la casa del pasaje, se encontraba Jeremías frente a una mesa. Su rostro estaba pálido, sus pupilas dilatadas y su boca sonaba un escalofrío. La casa estaba oscura y sintió el ambiente pesado, no el lo mismo que solía tener cuando se juntaban con los amigos del barrio. Había ocurrido algo. Miró hacia una de las sillas y había un pibe, Marcelo, “El Chelo” le decían. Estaba colorado, transpirado y con el rostro hinchado; tenía abrazado su estómago y parecía dolerle mucho.
Miró hacia al sillón y había otro chico, “Kevin”, sosteniendo un cuchillo en la mano. Lucas observaba atentamente, no sabía lo que ocurría, pero no tenía miedo.
Jeremías lo llevo a hacia una habitación para charlar en privado.
—¿Qué querés, Lucas?
—Te iba a pedir una bolsa.
—Bueno en la mesa tenés un poco, ponete en sintonía y haceme un favor, no dejes que se vaya el Chelo, yo ahora voy a salir a hacer unas cosas.
Lucas fue hasta la mesa, se dejó caer en la silla, agarró el plato y comenzó a aspirar.
Luego de tomar un par de líneas se empezó a maquinar. Se imaginaba que el Chelo se podía levantar y cagarlos a piñas, pensaba en qué harían ellos si se quería escapar, en que no quería hacerle nada pero que si intentaba algo, no le iba a quedar de otra.
—Con Kevin empezamos a jugar al truco mientras el Chelo nos quería convencer para dejarlo ir.
Lo tenían raptado hace horas.
Esperaron 20 minutos superlargos. Al llegar, Jeremías cruzó la puerta y fue derecho a golpear al Chelo, lo insultó y le dio culetazos. Había ido a buscar su arma, esa calibre 22 que le habían robado y sabía quién había sido: estaba de la casa de Marcelo. El kilo de marihuana nunca apareció.
—¡Decime quién te mandó a robarme hijo de puta!— gritaba Jeremías.
—¡No me hagas nada por favor! Dejame ir.
—Si no me decís te voy a terminar matando.
En un momento, Lucas sentía que lo iba a matar, pero Jere era más inteligente y no iba a hacer eso, hasta que Marcelo terminó por confesar.
—Fue Gabo, fue él que me envió. Me explico cómo entrar y dónde estaban las cosas.
Su mejor amigo había organizado todo, una traición, una cama, todo por la plata.
Al amanecer el Chelo estaba tirado en el piso, se había meado y estaba muy golpeado. Jeremías lo terminó por echar de la casa, lo dejó ir.
—A mí no me causó nada y eso fue raro para mí, comencé a pensar de otra manera. Con la cocaína perdés la empatía de las cosas, te afecta al cerebro y la percepción es diferente. Después de que se fue, nos reímos, nos causó gracia que había sido tan fácil. Nos quedamos charlando un rato y Jere sabía que su mejor amigo lo había cagado. Se comenzó a cranear, fumamos puchos a morir— dice Lucas.
—A este chabón lo tendría que cagar matando, pero tiene una nena, es un hijo de re mil puta— tiró Jeremías. Y Lucas cierra la historia.
—Yo estaba duro y no empatizás con ciertas situaciones, pero me sucedió que en esa sintonía podía percibir el dolor, podía sentir el sentimiento de esa traición. El mundo de la cocaína es muy raro, te puede pasar cualquier cosa estando así, cosas que no te podes imaginar. En ese momento no sabía cómo actuar, hacía las cosas por dejarme llevar, terminaba en un ambiente oscuro donde yo no la pasaba bien, pero tampoco la pasaba mal, mi curiosidad siempre me llevó un poco más. Luego me enteré por conocidos que la casa fue tiroteada y nunca más me junté con ellos. Esos chabones me enseñaron mucho, viví experiencias con ellos y también tuve mucha suerte, nunca me pasó nada.