0 A LA IZQUIERDA: PUNTO DE QUIEBRE  

A la salida de una consulta médica, Nico se encuentra con su amigo Tarugo. Crónica que cruza el arte callejero y la crítica social ante la precarización laboral de muchos jóvenes.

Nicolás Gerdel


Durante la mañana de un día miércoles, estaba en la sucursal de OTI de la Clínica del Valle al borde de la alienación. Entre idas y vueltas, de la obra social a la clínica caminé 4 kilómetros con una mano quebrada sólo por burocracia (de un punto a otro es un recorrido de 10 cuadras y ese día lo realicé cuatro veces). A la frustración de estar lesionado se le añade lo protocolar del contexto; un guardia que atiende, te da un número para que puedas acceder a una recepcionista que ni se esmera en saludar o ser amable y exige una autorización por cada práctica médica. Después, una consulta con un doctor, otra autorización para otro especialista, otra autorización para el rx y… ¡BASTA!

Pienso que soy un hueso roto más entre miles, sólo una estadística en algún legajo, un cuerpo de segunda mano buscando un service en la cadena de producción de salud capitalista para poder volver a ser productivo e insertarse nuevamente en otra cadena de producción bajo la misma lógica estructural; me sentía sentenciado a ser un 0 a la izquierda.

Ahí estaba, sentado en una silla plástica respirando el hedor de mi propia rabia contenida por el barbijo a la espera de que en pantalla principal pasen los números y que suene el pitido que me convocaría nuevamente a la recepción.

Mientras esperaba, recibí un mensaje de un número que no tenía registrado. Me sorprendió y me alarmó porque antes de quebrarme había estado desparramando mi currículum en cuanta oferta laboral encontraba. Dejé copias en varios locales (al menos 8), le di otra copia a un conocido que trabajaba en una contratista petrolera y, además, envíe 29 mails en los que adjuntaba mi historia laboral y académica con el objetivo de conseguir algo medianamente estable (no soy muy pretencioso ni estoy en condiciones de serlo).

Sentí incertidumbre y nervios. Tenía miedo de que justo surja una oportunidad y no estar apto por la fractura en mi mano hábil.

—¡¡TuuRúm!! (sonó la onomatopeya que despierta ansiedad en todos los presentes) Gerdel a la ventanilla número dos— dijo una voz fría, latosa e inhumana mientras en la pantalla se reorganizaban los signos.

Dejé el teléfono en el bolsillo y continué la odisea médica.

* * *
Finalizando el itinerario clínico veo al doctor Matías Sala, cirujano de manos. Comparamos las placas para ver la evolución de la fractura: 

—Ya se hizo el callo óseo. Vas a hacer kinesiología primero sin carga y después vas a ir sumando ejercicios de movilidad y fuerza progresivamente. En un mes, sí todo sigue bien, vas a hacer vida normal. Una fractura puede doler o molestar por 3 años pero si no hay mayores complejidades no vengas más, Nico. Seguí cuidando la mano. Nos vemos, que estés bien— el doctor me estrecha la mano mientras sonríe despidiéndose.

Agradezco muchísimo su atención. Por un lado estaba muy contento, mi mano izquierda sanaba. Celebré que, por lo menos, podía volver a tipear.

Por otro lado, recordé que tenía un mensaje que me generaba un poco de ansiedad. Cuando lo vi, era de un amigo. Era “el Tarugo”. Se calmó mi ansiedad pero mis expectativas de pegar una changa otra vez volvieron a caer.

En el mensaje Tarugo me contaba que tenía un número nuevo. Me preguntó cómo estaba y si pintaba juntarse a quemar uno.

La invitación a quemar encendió otra idea. Tenía que escribir una historia. Mi mano -con alguna dificultad- ya podía apretar teclas y el personaje que me ayudaría a construir la idea apareció solo y a su manera.

Tarugo Portilla

Tarugo es hijo de un marinero fallecido. Siempre recuerda a su padre con nostalgia. Un día me mostró una colección de cuchillos que atesora. Algunas de las piezas fueron forjadas por ellos mismos. Él vive con su madre y un hermano en la zona norte de la ciudad, en Standart. Su vida nunca fue fácil pero sabe encontrar alegría en lo simple.

Ese miércoles por la tarde lo fui a visitar. En el centro tomé la línea 13, calcé los auriculares y disfruté el recorrido hasta su rancho.

* * *

—¡EHHHHHHH amigo! ¿Cómo estás, Negro?— me saluda con el entusiasmo y el carisma que mejor lo describen.

—Bien, acá andamos… —respondí mientras gesticulaba una mueca para demostrar lo conflictuado que venía— ¿Vos cómo estás, querido?

—Bien, en la lucha, como todos, como siempre… pero bien che— afirma mientras sonríe.

—Fahh amigo, ¡quién pudiera tener esas ganas!— le dije bromeando.

—Y… sí boló. Eso hago, ese es mi trabajo. ¿Qué te anda pasando a vos, perdido?

—Nah bro… —muevo mi cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. —Un barrrrdo y una yeta que no tiene gollete. Recién… recién salgo del médico con una buena.

—¡¡UHHH!! ¿¡qué te pasó boludo!? Vení, pasa. ¿Comiste? ¿Querés tomar unos matienzos?

Entramos a la casa y como si fuera un reflejo activado desde el sistema nervioso simpático un pone la pava sobre la hornalla. Silbando revuelve su alacena para buscar harina y otros ingredientes.

—Pasame el mate que está ahí, en la mesa— me dice señalando la ubicación con el mentón.

Le pasé el mate. Tiró la yerba en el tacho de compost. Mientras agrega yerba nueva, me interpela:

—¿Y, boludo, no me vas a contar? ¿Qué anda pasando amiwo?

Tarugo suele cambiar las terminaciones de las palabras y por eso muchos lo llaman “Tarugorch”.

Le comento de manera breve mi situación.

—Estas miiado por un efelante, ¡JAJAJA!— exclamó bromeando.

—Sí, si ya estaba complicada la cosa antes de la pandemia ahora es todo más complejo.

Mientras charlamos, él ya estaba amasando lo que más tarde serían unos calzones rotos para acompañar el mate. Siempre que nos juntamos en algún lugar él acostumbra cocinar.

A Tarugo lo conocí hace como 6 o 7 años. Fue un día que mi cuñado de aquella época salía del turno noche en la escuela 722. Luca, el hermano de mi ex, era compañero de Tarugo. Esa noche, iba a entrenar básquet al gimnasio de la 722 y ellos salían de cursar. Nos cruzamos los tres en el frente de la escuela y me invitaron a fumar un churro. Les advertí que en 10 minutos tenía que asistir al entrenamiento. Despreocupados insistieron con la invitación. Terminamos fumando al lado de la comisaría de Palazzo. Yo estaba un poco alarmado por la gorra y ellos estaban supertranquilos. Estaban acostumbrados a ranchar por la zona.

Desde esa primera invitación compartimos varias actividades; comidas, ranchadas, cumpleaños, paseos en bici y otras hierbas.

Lo cruzaba seguido en el playón de Palazzo. Yo solía ir a tirar al aro y a él siempre lo encontraba ahí porque bailaba en la murga. “Los malcriados a Palazzo’s” ensayan en esa cancha hace varios años y Tarugo es un integrante histórico de esa agrupación que reivindica la identidad del barrio y promueve valores barriales sanos.

* * *
Calzones rotos

—¿Así que andas buscando changa, Negro?

Le respondo que sí y aprovecho a preguntarle sí sabe de algo.

—¡Ojaláááá! Estamos en la misma, hermanito— agacha la cabeza mientras suspira.

—¿Pero vos no estabas haciendo una loza?

—Sí, pero ya la terminamos y la guita se va como nada. Además me fui de viaje y ahora no sé de nada… igual me manejo, viste.

—Sí, el otro día te vi en el faro. ¿Cómo te va con eso?

—Y qué sé yo. A veces muy bien y otras solo bien. Mal nunca porque yo siempre disfruto aunque sea cuando me sonríen por lo que hago. De todas formas, necesito una moneda… ando todo rotoso, necesito pilcha y esta carísima. La plata que consigo la uso para ayudar en casa o para comprar comida, viste cómo es.

Tarugo trabaja algunas temporadas como peón rural y otras como ayudante de albañil. Sin embargo, no siempre hay trabajo y muchas veces hay que recurrir al ingenio, a la creatividad para rebuscarse el mango. Él entiende eso y supo encontrar una compensación a la falta de laburo.

* * *

Luz verde

Ante la escasez de empleo digno, Tarugo se inventó un trabajo. Esta forma de trabajo quiebra con lo esperado en un mercado laboral. De hecho es una veta que absorbe la negatividad de ese mercado y devuelve, aunque sea, 30 segundos de sonrisas o asombro. No hay una relación de dependencia directa. Trabaja desde el arte, desde la danza y desde la libertad del movimiento.

Sí, el Tarugorch es ese loquito que baila y toca el silbato en el semáforo de la San Martín en pleno centro.

Ese miércoles después de matear, un ratito antes de las 18 h, lo acompañé al semáforo. Tarugo para su emprendimiento usa “uniforme”. Su atuendo consiste en un traje de murga blanco, impecable, que empieza en los pies con las clásicas zapas Topper y termina vistiendo sobre el cuero cabelludo una galera ornamentada con accesorios violetas, verdes y amarillos.

Mientras él hacía lo suyo, lo observaba sentado en la esquina de la izquierda. En ese lugar tenía una buena vista panorámica para observar la zona céntrica en el auge de la hora pico. Un momento me distraje con el celular y chequeando las redes sociales me topé con un escrito de Benedetti. Me lo guardé para compartirlo con el compa, sentí que representaba un poco nuestra situación y la de muchos jóvenes que quieren acceder a un empleo pero siempre terminamos siendo mano de obra descartable después de tanta “flexibilización laboral” y desregulación sobre los sectores empresariales:

Cero

Mi saldo disminuye cada día
qué digo cada día
cada minuto
cada bocanada
de aire

muevo mis dedos como si pudieran
atrapar o atraparme

pero mi saldo disminuye

muevo mis ojos como si pudieran
entender o entenderme

pero mi saldo disminuye

muevo mis pies cual si pudieran
acarrear o acarrearme

pero mi saldo disminuye
mi saldo disminuye cada día

qué digo cada día
cada minuto
cada bocanada de aire

y todo porque ese
compinche de la muerte
el cero

está esperando

* * *

Tarugo se cansó de buscar empleo pero no se resignó y salió a bailar. En mi caso, veo cómo el sueldo de una ayudantía se acerca al 0 en cada consulta médica que tengo que autorizar. Sé que soy privilegiado hasta cierto punto, pero el Estado últimamente no le puede garantizar derechos básicos a nadie y la juventud siempre es postergada. Como si fuera poco, se suele culpabilizar a los jóvenes de todos los males contemporáneos, pero se olvidan de que muchos de nosotros nacimos en pleno menemismo y cargamos con la responsabilidad y el peso de una mochila ajena.

Dejo de abstraerme en pensamientos y vuelco la atención otra vez a la performance de Tarugo. Sin embargo, ya estoy mambeado. Veo la injusticia de la urbanidad, la desigual situación entre los ciudadanos de a pie contra los de 4 o más ruedas. Todo el mundo apurado y con cara de culo.

Entre todo ese desorden, trato de rescatarme y ordenar las ideas. Vuelvo a enfocar. En la escena, el eje es mi colega.

Veo su cuerpo vulnerable danzando sobre el asfalto entre colectivos y autos a un ritmo que desconcierta a los tripulantes porque ellos suelen estar amotinados y aislados en burbujas motorizadas que queman combustibles fósiles. Algunas hasta están polarizadas con el fin de evitar todo contacto con lo exterior. Se olvidan que somos parte de ese exterior amalgamados en un cuerpo que delata lo que interiorizamos.

Cuando la luz del semáforo cambia verde significa que Tarugo terminó su número.

La luz verde dibuja esperanzas en sonrisas blancas que despertó la danza. Las caras de ojete cambian con alguna morisqueta o grito de Tarugo.

En ese momento entendí su disfrute más allá de la propina.

Un anamorfismo entre el faro y el semáforo. Luz para combatir la enajenación. En lo gris y oscuro de la urbe, la luz son nuestros artistas y saben posicionarse en esos momentos efímeros. Laburan cada centavo. No cotizan por hora, ni por día, ni por franco o feriado. Por el contrario, valen su esfuerzo, su entrenamiento y no siempre es recompensado como lo merecen. Otra forma de entender como la meritocracia es otra farsa que nos recuerda siempre a instancias de algún neoliberalismo voraz. Cuando no hay garantía de acceder a empleo formal y el Estado posterga la seguridad de los habitantes de su territorio; el ingenio del artista busca la salida con lo que comparte, con lo que crea.

La sociedad suele sentenciar a los artistas callejeros con estigmas de vago, de falopero, de delincuente, etc. La policía, a veces, los corre con acusaciones de contravención, de obstrucción al tráfico y… ¿cuántas miradas peyorativas recaen desde una catarata de privilegiados sesgados por alguna perorata de redundancias prejuiciosas?

Mientras Tarugo bailaba, mis falanges pateaban la pantalla de un móvil dando origen a estas palabras. Cuando las ideas y las ganas se articulan al movimiento; la energía fluye y, a partir de este proceso creativo uno se mueve porque puede y porque en movimiento se es libre;

—¿Quién nos quita lo bailado?

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