Giuliana Oyarzún
Ayer se fue
Tomó sus cosas y se puso a navegar
Una camisa, un pantalón vaquero
Y una canción
¿Dónde irá? ¿Dónde irá?
La canción resuena en la playa a través de mi celular, entre el sonido del viento y el mar, mientras más de diez personas permanecemos de pie frente a los pozones de agua, la marea baja y la orilla lejana. Hace frío, es mayo de 2021 y el invierno se acerca cada vez más. Después de unas emotivas palabras de despedida, mi tía Sonia se dispone a esparcir una parte de las cenizas de mi tío Hugo que trajo en la urna.
Y se marchó
Y a su barco le llamó, Libertad
Y en el cielo descubrió gaviotas
Y pintó, estelas en el mar
El estribillo nos interpela y a los pocos segundos muchos comenzamos a llorar, entre los recuerdos y el reciente duelo de su pérdida, hace varias semanas atrás.
Estamos en lo que antes se llamaba barrio Playa, detrás de la Planta de Cemento Petroquímica y la empresa textil Guilford, en el barrio Km 8, en lo que alguna vez fue una de las principales zonas industriales de Comodoro durante la presidencia de Arturo Frondizi. El lugar donde crecieron mi padre, Jaime Oyarzún, y sus hermanos Hugo y Nelly. El lugar que empecé a investigar hace dos años atrás y todavía despierta mi interés.
Ese mismo lugar que alguna vez existió desde la década del 40 y por múltiples razones desapareció entre los escombros y desmoronamientos hacia finales de los 80.
Y se durmió
Y la noche le gritó ¿Dónde vas?
Y en sus sueños dibujó gaviotas
Y pensó, hoy debo regresar
La canción de José Luis Perales transita sus últimos segundos, era la favorita de mi tío. La escuchaba una y otra vez en el tocadiscos de su casa, en este mismo lugar. Uno de sus últimos deseos fue que sus cenizas fueran esparcidas en tres lugares diferentes que había amado: este barrio donde creció y pasó su adolescencia; el lago de Epuyén, su destino soñado para el retiro después de jubilarse, y por último, los campos de la Isla de Chiloé, Castro (Chile), su lugar de nacimiento.
Pero todo comenzó hace dos años atrás. Antes de que la pandemia nos pusiera a todos de cabeza y antes de que el cáncer se llevara a mi tío.
* * *
Tarde. Llego tarde. Me castigo mentalmente mientras subo las escaleras de la Uni lo más rápido que puedo. Mi respiración ya no me acompaña y cuando llego al cuarto piso, estoy tomando sorbos de aire a lo loco. La mochila pesándome en la espalda. Abro la puerta del aula y como siempre, están todos los chicos relajados con sus cafés, algunos termos de mate y galletitas. Saludo a todos, nos reímos un rato y me siento al lado de mis compañeras.
Minutos después aparecen Mónica y Miguelet, cargando el proyector y un lío de cables que hay que conectar. Compartimos sonrisas entre todos. Es una de las mejores materias del primer cuatrimestre para los estudiantes de Comunicación. Estamos llegando a la etapa final y eso significa que se acerca el momento decisivo. En el caso de Comunicación Audiovisual I, el parcial es una consigna simple: hacer un proyecto audiovisual que involucre una investigación etnográfica sobre un tema en particular. Se pide como forma de presentación un ensayo fotográfico, un ensayo escrito y un corto audiovisual. Facilito diría un compañero. Todos quedamos maravillados, pero más que nada aterrados ¿Cómo vamos a lograr algo como esto en unas pocas semanas? Había que pensar en un tema ya.
Fiel a mi personalidad evitativa, no es hasta que llego al límite de lo aceptable que me pongo a pensar en un tema coherente y sobre todo interesante para el parcial. Nada se asoma. Mi mente está agotada por tantos trabajos y cursadas. Estamos cenando y entre charla y charla, comentando que necesito encontrar un tema, todos se disponen a ayudar tirando algunos títulos raros. Hasta que miro a mi papá con atención, como buscando respuestas en las canas que se asoman sobre su cabellera negra, y se me prende la lamparita, digna de una escena de dibujos animados. Escenas de la infancia pasan por mi mente, la mesa familiar invadida por anécdotas de la vida en la playa.
—¡El barrio!– gritó, haciendo que mi mamá salte de la silla. Tengo la mala costumbre de pegar el grito cuando se me ocurre algo. Como si anunciarlo en voz alta me fuera a dar por aprobado el tema.
—¿Qué?— pregunta mi papá, distraído.
—El barrio donde vivías, papá, ese puede ser mi tema— le digo emocionada. La idea es agua en medio del desierto.
—Pero no queda nada, hija— me dice mi papá con cariño, tratando de disuadirme.
—Por eso, pero ustedes tienen fotos, y siempre te encontrás con algún conocido de ese lugar— le digo sin dejar que la falta de evidencia me supere. Tal vez era la desesperación del momento, pienso ahora.
—Bueno, si creés que te sirve, está bien— se rinde fácilmente ante mi insistencia, uniéndose tácitamente a mi nueva aventura académica, como siempre.
Y ahí estábamos los dos, con el auto estacionado frente a Petroquímica caminando entre piedras y basura hacia el supuesto lugar donde alguna vez existió el famoso Barrio Playa. El rol de mi papá es más que nada responder a mis preguntas y llevarme a donde necesito ir, porque a mis 20 años todavía no sé manejar y no hay parada de colectivo que me alcance. A mis 23, pienso hoy con algo de vergüenza, tampoco sé, estoy aprendiendo hace algunas semanas.
Pasamos por lo que era Barrio Mar del Plata, ubicado a unos cuantos metros de nuestro destino. La investigación ahora abarca también este lugar, dado que ambos se encontraban dentro de la misma zona y eso me da la oportunidad de encontrar algunos vecinos más que entrevistar. Miguelet me aconseja lograr al menos cuatro entrevistas. Fácil, pensé en ese momento, total está lleno de gente grande.
—Mirá, quedan algunos escombros— dice mi papá mientras observa con atención por dónde camina.
—Es verdad, ¿pero será de las casas?— le preguntó mientras acerco la cámara del celular, tomando fotos para el ensayo, encuadrando el ángulo.
—Seguramente, no hay otra cosa por acá, no creo que lo hayan tirado por que sí— afirma con seguridad.
El terreno no sólo es inestable sino que fue carcomido por el mar. Se divide entre el terreno de Petroquímica, y la playa, varios metros abajo. Parece como si un gigante hubiera arrancado un pedazo de tierra y se hubiera ido. El supuesto espacio donde estaban las casitas, los árboles y las quintas, ya no existe. Irreconocible es la palabra que comparte mi papá cuando llegamos a casa. No había chances de que hubieran continuado viviendo allí si no los hubieran sacado.
* * *
Estoy parada frente a la casa de mi tía Nelly, en las 194 viviendas, otro barrio de Km 8. Toco la puerta. Está abierta, observo con atención. Raro. Cuando éramos chicas y la visitábamos había que tener todo cerrado porque se agarraban a tiros todos los días. Hoy es un barrio de jubilados y la tranquilidad invade la tarde. Toco dos veces.
—Hola corazón— me dice mi tía mientras me abre la puerta con una sonrisa.
—Hola, tía, ¿todo bien?— pregunto sonriendo también, pasaba muchas horas en su casa cuando era chica. En el pasado este espacio fue un almacén que atendieron durante muchos años, yo me aprendía las marcas de cigarrillos y les vendía a los clientes que con una risa me recibían el producto.
—Todo bien— responde, me da un abrazo y entramos al interior de la casa.
Mi tía Nelly es una mujer de 60 años en ese momento. Se empezó a dejar el cabello blanco cuando aparecieron sus primeras canas. En su juventud era dueña de una hermosa cabellera pelirroja. Sus ojos verdes y grandes resaltan mucho más ahora con el nuevo look. Tiene un carácter fuerte. “La tía Defilia” le dice mi papá cuando bromea, refiriéndose a una tía lejana que los retaba cuando eran chicos. Yo no estoy de acuerdo. Ella siempre nos dejaba hacer de todo con mis hermanos, y nos consentía con dulces de su negocio. Pero eso no quita que todavía le reconozcamos su humor ácido y su simpatía, lo que siempre te garantiza una tarde de risas y charla. Esa misma tarde nos espera hoy pero con la entrevista de por medio. Me siento y prendo la grabadora del celu. Hoy en 2021 estoy desgrabando nuevamente esa misma entrevista y me transporto a ese día. Estamos tomando mate y comiendo algunas galletitas. El frío está presente, aunque la lluvia cesó hace un rato.
—¿Todo te cuento?— se ríe.
—Si tía, lo que te acuerdes— le respondo con la misma risa.
—Bueno. Vinimos en Julio, pleno invierno. Yo tenía 5 años, Hugo 4 y tu papá 2, todavía usaba chupete. Lo que más me llamó la atención fueron las luces que se veían en el mar. Tu abuelo le había dicho a tu abuela que había conseguido una casa amueblada, con todo. Pero cuando fuimos esa misma noche a ver la casa era techo bajito, corría el agua de la humedad, un frío y la abuela secaba las paredes con trapo, lloraba y secaba, pobre.
—Oh— suelto sorprendida, nunca me habían contado eso.
—Sí, bueno, era común en esa época vivir así. Pasa que en Chile con tus abuelos vivíamos bien en realidad. Y cuando él se vino solo para acá a conseguir trabajo, la cosa era muy diferente. Por eso la sorpresa.
—Ahh claro, ¿y cómo eran esas casas cuando llegaron?
—Las casas eran de la abuela de Susana, Madeira. Cuando llegamos serían 7 u 8, después seguro hizo más, todas casitas chiquititas, bajitas de chapa, parecían cuevas. Después mis papás se fueron a la otra de la extensión, que estaban mejor hechas. Yo ya me había casado y vivía en Manantial Rosales.
—¿Y cómo era esa otra parte?— aferrándome a las preguntas que escribimos con Miguelet para el trabajo.
Eso era tipo conventillo, cada uno tenía su casita. Pero había un patio, un baño afuera, lavabas afuera en las tinas. Vivíamos todos alrededor y éramos todos de distintos lugares. Ahí conocí a Blanca, mi mejor amiga, mi comadre.
—¿Y cuántos años tenían cuando la conociste?
—Me llevaba unos años, ella tenía 22 y yo 15. Me sacaba a pasear, salíamos un montón. Hasta se animaba a manejar con todos nosotros (los chicos del barrio) arriba, jaja.
—¿Y todavía vive acá?
—No no, se fue hace unos años a Bahía Blanca a vivir. Todavía nos comunicamos. Cuando fuimos grandes adoptamos las costumbres de acá. Los abuelos eran muy nacionalistas. Con Blanca aprendí a cocinar, y ahí empecé a hacer tortas, porque queríamos comer cosas dulces— bromea mi tía. Mi papá y mi tío solían robarle los yogures caseros que hacía.
Blanca era de San Juan, a diferencia del resto de los vecinos del Barrio Playa, algunos de sus países de origen eran Portugal, Chile, Italia, Polonia, entre otros. Mi papá siempre hablaba de los portugueses, que solían pescar en la playa y rescatar alguna que otra vez a algún varado que se equivocaba de horario para mariscar. A metros de ese lugar, yendo para Restinga Alí, todavía muchos vecinos del 8 van a mariscar o pulpear, algunos hábitos no se pierden.
—También me acuerdo que para Navidad nos juntábamos todos y festejábamos juntos porque no teníamos familia. Era muy lindo. Se usaba un almacén que tenía un vecino, parecido a un salón.
—Se conocían entre todos, ¿no?
—Sí, éramos bastantes pero nos conocíamos. A algunos después de tantos años le entendíamos lo que decían, se podía mantener una conversación. Pero otros eran muy cerrados y con ellos no se podía hablar mucho. Dependía de cada familia.
—Los abuelos siempre se juntaban con los Brooks— le recuerdo.
—Sí, ellos se llevaban muy bien. Se visitaban seguido y hacían asados juntos. Me acorde de algo— se ríe. —Una vez fuimos con mi papi y mi mami al campo, y el viejo Brooks nos llevó a ver los caballos. Mi mami preguntó si podía montar uno de los caballos y el viejo se rió pensando que era un chiste. Le dijo que sí. Mi papi se reía, sabiendo lo que iba a pasar. Tu abuela se subió con una habilidad, era yoqueta. Su familia en Chile era de plata y el abuelo Pedro tenía campos. Así que se puso a hacer saltar al caballo por un cerco, como si fuera una valla. Imagínate, con esa altura. Todos la mirábamos con la boca abierta, embobados. El viejo Brooks no lo podía creer— nos reímos las dos.
Seguimos conversando y pido a la tía lo más importante, las fotos. Estoy en al etapa de juntar registro de archivo y me falta suerte. Fui al Archivo General de la ciudad, y nada. No había ninguna foto ni registro periodístico del barrio o sus cercanías. En ese momento no tenía mucha experiencia en investigación, así que también atribuyo parte de mi mala suerte a no saber hacer las preguntas apropiadas, o buscar caminos alternativos. También estuve en la biblioteca del barrio, nada. Todos los registros son de los barrios más legales, podríamos decir. La realidad es que tanto el barrio Playa como el barrio Mar del Plata eran más bien asentamientos, no había escrituras en poder de los vecinos.
Finalmente encuentro algo interesante: el grupo de Facebook de los vecinos de Km 8. Solicito autorización y unas horas después me dejan entrar fácilmente. Bah, después de explicar para qué, obviamente. Horas y horas de scrollear la página, pasando por fotos y estados, algunas despedidas a vecinos históricos me dan como resultado lo que estoy buscando tan anisadamente: fotos de las casitas frente al mar. No son las mejores fotos ni las más claras, pero sirven perfecto al propósito del ensayo: mostrar la comparación entre el pasado y presente del barrio, su ausencia, el paso del tiempo.
Todavía estoy buscando vecinos para entrevistar, y este lugar es una oportunidad. Publico un estado explicando el propósito de mi trabajo, y al poco tiempo me responden varias personas. Logro enganchar con una en particular, Francisco Arredondo, de Mar del Plata. Más tarde descubrimos con mi papá que es el hermano de su mejor amigo de la adolescencia, fallecido hace muchos años en un accidente automovilístico. Casualidades de la vida. Acordamos una fecha para concretar la entrevista.
—Mirá— me dice mi tía atravesando el pasillo con varios álbumes de fotos, heredados de mi abuela.
—¡Nooo, son un montón! Genial, me sirve muchísimo.
Hay fotos de las pasarelas que atravesaban la playa a lo largo y ancho, hasta llegar a Km 5. Una foto de ella, mi tío Hugo y mi papá posando en un auto blanco, un Valiant del 65. Decidimos recrear esa foto unas semanas después para el ensayo, esta vez nuestro corsa modelo 2005, en el mismo lugar exacto donde ocurrió la foto. El mar está mucho más oscuro, y ellos, distintos. Mi papá los supera a todos en altura siendo el menor, ja. Otra foto capta mi atención: mi abuela, súper joven, con mi papá en brazos, chupete en la boca y cara de que está llorando, y mis tíos, bien niños, parados a los costados, se ven tranquilos. La mirada de mi tía es igual, y la cara de mi tío, calcada la de mi primo.
—Tiene algo escrito atrás— menciono mientras la observo.
—Ahhh sí, tus abuelos las escribían, todos lo hacían.
“19 de marzo, 1966. Se lo manda con mucho cariño su nuera (Yolanda Muñoz), hijo (Niro) y nietos (Hugo, Jaime, María Nelly) para usted suegra, suegro y ahijada” – leo, observando el desgaste en los costados.
—Esa foto se la mandaron a los abuelos parece, cuando ya estaban acá. Así se hacía en ese tiempo, por cartas y fotos.


* * *
Doce de la noche. Ya es viernes, 5 de noviembre de 2021. Sigo desgrabando las entrevistas. Deslizo. Un clic, dos clic. Y ahí está. La entrevista de mi tío. Con un poco de aprehensión me dispongo a escucharla. Ya casi no queda tiempo y hay que escribir. No hay escapatoria. Apenas siento el sonido de su voz, esa voz que dejé de escuchar hace seis meses atrás, las lágrimas recorren mi rostro. La computadora se pone de malas y empieza a fallar. Justo ahora, pienso. Tengo que reiniciar pronto. Sigo escuchando.
Mientras tanto, en el 2019 estamos mirando unas fotos con escrituras dedicadas en la parte de atrás. Tengo en la mano una de mis bisabuelos, con los hermanos menores de mi abuela.
—Acá atrás, tiene algo escrito. Tienen todos escritos. Acá atrás, mirá— insisto.
—¿Sí?— pregunta mi tío.
—Sí— le respondo, mostrándole el dorso.
—Tienen todos escritos, acá hay otra.
—Año 67, mirá vos.
—Sí. Responde mi papá.
—“Cuando tus padres, apreciada hija y yirno, y yerno” dice, había unos errores de ortografía —bromeo— “y nietos Pedro Muñoz y Elvira Sánchez”, dice—. Todo está borroso y me cuesta entender la frase completa.
—¿Lo llamaste a Reinaldo, no?— mi tío se confunde con su hermano, fallecido hace varios años. En realidad la persona a la que estaba contactando se llama Francisco, que entrevisté también para este trabajo.
—Sí, acordé con él el domingo, pasa que me retrasé porque tenía que aprobar el proyecto— le explico.
—Porque el abuelo de él fue el que…
—Claro, el que se instaló— lo interrumpo. Mi yo de 23 años hoy lo considera una molestia y algo inapropiado de mi parte.
—…el que se instaló ahí— termina mi tío.
—¡Miércoles!, cuatro años tenía ahí— interrumpe mi papá, mirando la foto de la que hablamos. De tal palo…
—La cara de enojado que tenías— bromea mi tío.
—No te veías de cuatro años, ¡pero tenías una cara de terrible!— agrego en el mismo tono.
Mi tío se ríe. Tenía una risa muy particular y sobre todo, fuerte. Podías estar en una reunión familiar sin verlo, pero su risa te decía que estaba ahí, como siempre. Tomando un vino, haciendo el asado, con su gorra de Taranto, su chomba de Ivancich y sus pantalones de jean sucios. Y su risa inconfundible. Mi tío era especial. Aunque todos digan lo mismo de sus seres queridos, él era especial.
De hecho una de las últimas cosas que nos dijo fue que lo recordemos por su risa. Y nosotros, fieles a nuestras costumbres, tanto que viajamos más de 700 km en mayo de este año para despedir sus cenizas en el lugar donde más quería estar, cumplimos su deseo. Tres días en Epuyén, en medio de una pandemia, en medio del cuatrimestre, trabajo, todo junto. No nos importaba nada.
La compu decide hacer su trabajo y reinicia, dispuesta a colaborar con mi misión. Me quedo con un solo auricular andando, batería baja. Todo mal esta noche. Treinta minutos. Ahora como estudiante de 4to año me parece poco, en especial por la calidad de las preguntas, que no sólo son pocas, sino inconsistentes con lo que necesitaba saber. Pero mis tíos y mi papá -benditos sean, pienso ahora- responden como si supieran el encuadre del trabajo y con gran amabilidad todo lo que necesitaba. Sigo escuchando.
Yo empiezo a acomodarme para hacerle las preguntas a mi tío. Por lo que recuerdo, era una noche de las tantas que nos venían a visitar con mi tía Sonia para tomar un café y conversar. Otras veces éramos nosotros los que nos aparecíamos en su casa para cumplir el ritual.
Mi papá y mi tío, en su mundo, observan las fotos y comienzan a recordar algunas personas, nombres van y vienen. Mi papá encuentra una foto de su abuela.
—Ah, esta no la vio Anita— se refiere a mi hermana.
—¿Eh? Pregunta mi tío— que en ese momento estaba un poco sordo.
—Nosotras nunca vimos una foto de nuestra bisabuela.
—¿Ah no?
—No, la verdad que no— respondo con algo de intriga. Es raro que hasta los 20 no tuviera curiosidad por ver a mis bisabuelos. La entrevista, pienso de nuevo. Enseguida corto el tema, explicándole qué tipo de preguntas voy a hacerle. Una de ellas es sobre el día a día y cómo vivían en la playa. Qué hacían y todo eso. Mi tío toma un respiro, piensa y responde:
—Y mirá, lo que hacían todos los chicos, jugar, jaja, jugábamos y había mucho campo, así que en ese tiempo lo que estaba más vigente eran las series de vaqueros, de guerra, de combate.
—Ah no sé si te dijeron que Sofi (su nieta) va a actuar en mi corto, Sofi va a ser papá jaja la llevo mañana a la playa— interrumpo de nuevo. Quiero volver el tiempo y cerrarle la boca un rato a mi yo de 20. Pero me acuerdo de ese día y todo se vuelve un poco más ameno. En el corto había una versión de cinco años de mi papá que aparecía, y como no conocíamos ningún nene varón para hacer las escenas, elegimos a mi sobrina, que aceptó emocionada por actuar en una película, como decía ella. Su emoción duró poco porque al día siguiente, cuando fuimos a grabar, el viento corría por lo menos a 80 km por hora, y ella con sus cuatro años se tambaleaba fácilmente, luchando contra las ráfagas. Un par de lágrimas después y con algunos ajustes, logré obtener las escenas deseadas.
—Eso es lo que hacíamos— vuelve mi tío —lo que hacíamos al principio cuando recién llegamos viste, jugar y todo eso. A medida que íbamos creciendo ya hacíamos otras cosas, como ser, mira te voy a contar… con Jaime y Reinaldo, íbamos a juntar hierro, ¿te acordás, Jaime?
—Si, para vender— responde mi papá.
—Claro y después lo vendíamos, también juntábamos los culotes de las lámparas y vendíamos todo, y después comprábamos figuritas.
La infancia de mis tíos y mi papá fue bastante difícil, económica, social y culturalmente. Al igual que todas las familias del barrio. Se las rebuscaban para divertirse y conseguir juguetes que no les podían comprar sus padres o lo que sea que les interese.
—Mi papá me contaba que hacías inventos también— le recuerdo.
—¿Ah yo? Sí, sí, también, una vez hice un, ¿cómo se llama esto? tipo para pasar diapositivas— un proyector casero diríamos hoy.
—¿Y funcionaba?— pregunto emocionada.
—Sí— responde con orgullo. Mi papá contaba que mi tío era muy inteligente. Tenía las mejores notas en el primario y después en el secundario. De hecho cursó en el Perito Moreno, uno de los mejores colegios de la época de los setenta. Una vez que finalizó empezó a trabajar y después de algunos empleos llegó al rubro de los repuestos, en el cargo de administración. No fue a la universidad porque mis abuelos obviamente no se lo podían costear, y nunca pude preguntarle tampoco si quería hacerlo. Teníamos largas conversaciones sobre ciencia, que era lo que le gustaba, y por mi parte, investigación. Nos entendíamos muy bien. Mi tía me dice que hablábamos igual. Yo creo que nos unía la curiosidad.
—[Proyectaba] con las figuritas. Lo que yo hacía era sacar la parte escrita de atrás y les pasaba un poco de aceite para que se vea.
—¡Uy tío ahora se vendería eso!— le tiro con un tono animado.
—Y después con una caja de zapatos, le ponía una lupa en el medio y una lámpara atrás y lo proyectaba y se veía una figura grande— continúa.
—¿En serio?— se ríe mi mamá de fondo, sorprendida.
—Si lo veíamos en la casa— le responde mi papá con la misma sonrisa de mi tío, todavía veo el orgullo en sus ojos por su hermano.
Mi papá sufrió muchísimo durante el proceso de su enfermedad, y lo acompañó hasta el último día cuando ya se encontraba en su casa, después de largos meses en Buenos Aires, intervenciones, quimios, y un enorme esfuerzo económico de toda la familia. Cuando no había más esperanza, mis tíos volvieron de emergencia a Comodoro, plena pandemia de por medio, casi al borde de lo legal. En realidad él debía viajar en un avión sanitario, pero era imposible conseguir uno y los tiempos nos corrían desde atrás, cada vez más rápido. Había un motivo. Unas semanas antes, mi tío casi se va. Sus hijos Vanesa y Hugo, estaban en Comodoro y necesitan verlo, los meses distanciados les pesaban encima.
Había que hacer algo. Así que mis otros tíos, Mario y Dialit, no lo dudaron. Agarraron la camioneta, subieron a mis primos y manejaron durante más de 15 horas sin parar pasando todos los controles para llegar lo más rápido posible. Pasaron unas semanas con mi tío, cuidándolo, porque estaba internado en Avellaneda y aislado por prevención, mientras los casos de coronavirus aumentaban cada vez más. En Comodoro nos desesperábamos porque no los dejaran volver. Hasta que las noticias de lo inevitable llegaron, y había que emprender retorno a casa.
Fue así que los cuatro viajeros volvieron de la misma forma que llegaron, manejando. Y mis tíos, de la manera más cuidadosa posible para que el personal del avión no se diera cuenta de su situación, volvieron a Comodoro días después en 2 horas de pura tensión y miedo. Si lo devolvían a la clínica estaba todo perdido.
Las semanas en Comodoro se dieron rápida y lentamente a la vez, como cuando estás en un sueño profundo y extraño. Nosotros vivimos más cerca así que mis padres asumieron los roles de cuidadores, nosotras de ayudantes, así como también el resto de mi familia. Mi tía estaba agotadísima, pobre. Meses de cuidado intensivo, horas sin dormir, incertidumbre, miedo al abandono, miedo a la pérdida, miedo a lo inevitable de la ausencia, de la soledad. No daba más. Se estaba preparando para el final. Él se fue un miércoles por la madrugada, después de una cena familiar que él mismo había pedido, anticipándose a lo que iba a suceder. Al día siguiente, con un velorio clandestino de por medio -otra vez quebrantando la ley- decidimos locamente hacer ese viaje a Epuyén. Por la mañana nos entregaron las cenizas, agarramos los bolsos, las nenas, hasta los perros, y nos fuimos. Volvimos tres días después, más livianos, con la sensación de que estábamos cumpliendo parte del trato.
Y acá estamos, unas semanas después, parados en el mismo barrio, la misma arena, esparciendo las cenizas de mi tío en su segundo lugar favorito. Un lugar que ya no existe pero conserva su espíritu en el sonido del mar. El mar que habitó, que habitaron muchos vecinos, y que habitan Yolanda, Niro, Reinaldo, Harold y ahora mi tío Hugo. Seguimos escuchando su canción hasta el final.
Y se marchó
Y a su barco le llamó, Libertad
Y en el cielo descubrió gaviotas
Y pintó estelas en el mar