LAS PEQUEÑAS ANÉCDOTAS DE UN NAVEGANTE DEL TELGOPOR Y DE UNA VOLUNTARIA RELÁMPAGO – CRÓNICAS DEL TEMPORAL

Ahí estaba Pablo, cagado de frío, solo y enfermo. El agua le llegaba hasta las rodillas y el agotamiento le impedía seguir baldeando. Mientras las gotas acribillaban las ventanas, se sentó en el sillón y meditó. Él se quedó a cuidar la casa, “por seguridad, viejo, por los aprovechadores de siempre”. Lo acompañaban sus perros y la gata, pero hacía falta calor humano. Esperaba la luz del amanecer con el único fin de poder maniobrar esa tablita de telgopor para que los vecinos o la familia le alcanzaran la ración de ese día.

Por Mauro Varela
Ilustración: Lucas Miranda


Pablo es un hombre fuerte, aunque en ciertas horas, en ciertos momentos durante la tormenta, un oleaje de angustia parecía arrasarlo a él y a Comodoro Rivadavia. Estaba solo, tan solo como un hombre a veces lo debe estar. Sabía que su casa estaba lejos, lejos de todo. Él también estaba lejos de sus dos hijos, aunque la mañana anunciaba que faltaba poco para volver a verlos. Pablo se adormece entre el bajón y la nostalgia. En eso, una camioneta blanca se para en la entrada, un hombre aplaude.

Del otro lado de la ciudad está Romina. Ella quería quedarse, pero Pablo no la dejó y se tuvo que ir a la casa de su madre, en Palazzo. Aguantó unos días como pudo. El embole se disipaba por un rato, viendo la tele o jugando con Francesco y Santino. Pero ella se sentía vacía, mal. ¡No puede ser que todos estén haciendo algo y yo esté acá encerrada! Alejada, embolada a más no poder, sin forma de conciliar el sueño, con la misma angustia arrolladora que golpeaba las ventanas por las noches…

Entonces Romina se decide y basta, voy a salir de casa. Algo tenía que hacer además de comunicarle a la familia que vivía en Córdoba que estábamos bien, que seguíamos vivos. En esos días se enteró por unas amigas que un grupo de estudiantes de la Universidad de Río Cuarto viajaba hacia Comodoro llevando donaciones. En menos de 48 horas iban a estar en Chubut. Ella decidió que apenas llegaran los iba a acompañar a recorrer los barrios. En el momento en que la camioneta cordobesa se detuviera, aprovecharía para subirse.

A Pablo y Romina la tormenta los agarró por sorpresa. Ellos recuerdan que el miércoles 29 de marzo arrancó como cualquier otro día. Cuando se largó la lluvia por la tarde, Pablo cargaba fletes en la camioneta de la empresa. Y Romina estaba por usar la máquina de coser, haciendo tiempo hasta que llegara una amiga que quería venderle unos zapatos. Los nenes con sus dibujitos y entre los libros de la buena memoria, Spinetta sonaba en la radio y el ronroneo de la gata no vaticinaba ninguna catástrofe.

Pero el vaticinio era errado. Pablo se quedó con la camioneta tapada por el barro y estuvo varias horas esperando a que calmara la lluvia. Con la batería del celular muerta a la mitad de la espera, solo quedaba aguantar. Se queda oyendo como un ciego frente al mar. Mientras, Romina no tenía tiempo de cebar muchos mates. El agua se largó con todo y apenas tuvo tiempo de levantar la ropa. Menos mal, los nenes están en casa. ¿Por qué Pablo no contesta las llamadas? No es un chaparrón común, la espera se hace eterna. La lluvia seguirá y Pablo todavía no vuelve. Al final, lo de los zapatos no se pudo. No es necesario más. Ya se ven los tigres en la lluvia.

Una española dedicada a rescatar mascotas me pasó el contacto de la pareja, me dijo que los iba a encontrar por el barrio San Cayetano, pasando el Maracaná. Los llamé y quedamos para vernos una helada tarde de septiembre.

UN NUEVO EMPEZAR

La casa de Romina Soria y Pablo Díaz es humilde, está rodeada de rejas rotas y materiales de construcción. Tiempo después me enteraría que alguna vez en este terreno sacudido por el temporal se hacían asados y se nadaba en la pileta. Pero hoy la vivienda pasó de contener un pedacito de agua durante el verano a ser otra zona más del desastre consumado.

En la entrada me cruzo con un hombre barbudo de pelo castaño. Se lo ve medio desarreglado y transpirado. Lleva una campera azul y una gorra negra oculta su mirada seria, profunda, que mide intrigante al forastero que traspasa la reja de la entrada. Lo interrumpo justo cuando está arreglando un auto. Es Pablo.  

“Ah, sos vos, pasá flaco”. Entramos a su casa y me presenta a Romina, su pareja. Ella me saluda mientras le sirve jugo a Francesco, el más chico de sus hijos. Viste una campera tejida con lanas de diferentes colores, algunas partes opacas y otras con colores más vivos. El pelo hasta los hombros. No está maquillada y se disculpa por el lío de la casa.

Desde adentro las cosas se ven más chiquitas, como si el ayer del temporal las hubiera castigado. Ahora que estamos los cuatro sentados a la mesa (porque a Santino lo mandaron a comprar galletitas), me narran su experiencia durante y después del temporal.  Lo transmiten con sencillez. Ahora que pasaron varios meses, el temporal se vuelve una anécdota más entre tantas. O quizás no tanto.

Los detalles no aparecen con la precisión de una bitácora día a día del temporal, pero sí se distingue lo que pasó tanto antes como después del temporal. Cuesta recordar los abrumadores días entre el 27 de marzo y el 8 de abril. Después de la lluvia y una vez que volvió a su casa, Romina sintió que no quería estar acá. Ver todo… “Y yo revolviendo y encontrando fotos viejas todas pegadas, ver cuando el agua iba bajando y empezaban a salir las cosas. Pablo y yo nos habíamos puesto tristes. Pasábamos unos días relindos acá… Después vino esto y como que nos apagamos un poco”, rememora.

Pero a pesar del agobio de esas semanas, ahora cuentan todo con gracia, como algo superado. No hay silencios incómodos que indiquen una barrera infranqueable. Con sus 31 y 33 años respectivamente, parece que a Romina y Pablo el temporal los hizo madurar de golpe. En cierta forma, los cambió.

Cada tanto Francesco hace de las suyas mientras hablamos, moviendo con sus manos pícaras los vasos de la mesa:

—¿Papá? ¿Pá?

—Eh, no tomes eso. ¡Ya va a traer las galletitas tu hermano!

Pero no había caso, ya era tarde cuando Pablo lo retó. El nene se reía mientras bajaba el jugo de pomelo de una sentada.

CIUDAD DE OPORTUNIDADES

Desde el principio aclaran que no son de acá: él es de Rosario y ella de Córdoba. Como tantos otros, vinieron a Comodoro en busca de laburo. Como coincidencia, los dos llegaron hace 10 años, pero recién se conocieron luego de vivir más de 5 años en esta ciudad. Romina recuerda, sonríe. Me dice que simplemente pegaron onda:

—Yo trabajaba en una zapatería del centro y él en una tienda de ropa deportiva. Un día voy a buscar a mi hermano, porque él también se vino acá y laburaba en el mismo lugar… ¡Pero no lo encuentro! Y en eso me atiende Pablo. Y nada… Intercambio de teléfono, salidas al boliche… Así nos conocimos, ahora en enero cumplimos seis años. Con el tiempo alquilamos un departamentito en Palazzo, luego vino el  terreno. Ahora en diciembre son dos años de que armamos nuestra casa acá, en el Sanca. No te puedo explicar cómo era esto antes, ¡era pura chapa y madera! Ninguna de las paredes estaba levantada.

La sensación de que el espacio se comprime no resulta inverosímil cuando Pablo cuenta que cedió el suelo:

—Al romperse todo el contrapiso que le había hecho me di cuenta que hubo un movimiento del suelo. Ahora tengo que arreglarlo, no puedo confiarme con la estructura de la casa. Imaginate, después de este quilombo me di cuenta cómo el agua come, come, come… Más que cualquier otro desastre.

Si bien ellos son de provincias donde los temporales son frecuentes, acá la tierra es distinta. ”Imaginate, viejo, no era la misma experiencia, el agua empezó a entrar por el pasillo del baño, por las puertas, las cloacas se nos reventaron… Era impresionante. La primera vez que los nenes ven una cosa así. Y obviamente, quedaron asustados. A ella Santino le decía ‘¿Dónde vamos a vivir, mamá?’. Apenas empezó la tormenta pensé: lo primero que tengo que hacer es llevarme a mi familia de acá. Así que los dejé en mi suegra. Me vine acá solo y bueno… Por un mes ella venía o yo iba para allá. Pero a la casa no la pudimos habitar por un mes y medio. Era complicado, viejo, una casa debajo del agua. Una Atlántida era”, rememora él.

Y ella explica cómo Pablo se tuvo que quedar cuidando la casa día tras otro. “Tuvo que reventar la puerta para entrar, porque cuando nos deja con mi mamá yo me olvido de pasarle la llave. Y estaba con la puerta abierta, no se podía mover de acá…”.

Romina recuerda patente la llegada del agua de la miseria. No tenían los ladrillos en los bordes de la casa, y como la calle iba en bajada y el único desagüe que había se tapó, el agua empezó a colarse por la puerta de entrada. Los nenes empezaron a gritar y ella atinó a cubrirla con toallas. Pero cuando el diluvio empezó a entrar por la ventana y por la parte de atrás que daba a lo de la vecina, ese cóctel de agua y barro ya era imposible de frenar.

—Y me había agarrado la desesperación. Y bueno, como él no venía tuve que llamar a los vecinos para que me ayuden a levantar los muebles con unos ladrillos. Así pude salvar unos sillones, la heladera…

—¿No se habían enterado del alerta que se difundió unas horas antes?

—Ella no, pero yo sabía que se iba a poner áspero. Estaba repartiendo en la chata y escuché el alerta por la radio. Y me dije “cierto, es esta noche”. Y le pegaron… Pero de más le pegaron. Cuando la escuché, me di cuenta que no había hecho nada como para resguardarnos. Cinco y media de la tarde… No me olvido más porque faltaba media hora para irme del laburo.

El temporal también hacía estragos en las calles. Romina estaba agotada luego de luchar en vano contra la corriente. En eso escuchó unos gritos que provenían de la calle y salió. Desde las rejas veía a sus vecinos enloquecidos. Se habían puesto violentos y no dejaban que los autos pasaran por la calle. “Es que ahí en la esquina se pone re heavy, porque bajaba el agua en dos corrientes y se juntaba hasta volverse un piletón… En un momento quiso pasar una chata con todo, pero la pararon ahí”.

Como los autos pasaban, a los vecinos que vivían en los terrenos más bajos se les volvía a meter el agua adentro de las casas. Anduvieron a las piñas hasta que llegó la policía y les empezaron a tirar balas de goma. Romina prefirió volver a casa y observar desde la ventana cómo los vecinos corrían y se volvían manchas multicolores que se alejaban entre la lluvia. “Después de ver eso me fui con Francesco y Santino hasta lo de mi vieja. Con un dolor de estómago terrible, porque para ese momento Pablo no tenía celular”.

La pareja estuvo incomunicada por tres días. Por la noche, Pablo vuelve a casa y no encuentra ni un cargador de celular sano. Todo estaba infectado de humedad. Igual, de poco le iban a servir porque habían cortado la luz. Con ese panorama crítico, decide proteger su casa. No tenía muchas opciones. Si la lluvia llegó hasta aquí, iba a limitarse a vivir.

Mientras transcurría nuestra charla, ya eran más de las 8 de la noche y Pablo se acordó que tenía que ir a la gomería. Quería contarme cómo sobrevivió esos días, pero andaba jugado con los tiempos. Cuando cruza la puerta para irse, Santino llega con el paquete de galletitas y le pide a su papá que lo abra antes de que se vaya. Francesco festeja y agita los brazos. No es para menos, un plato sembrado con un surtido de galletitas glaseadas, con crema y con chips de chocolate lo tientan. Invitan a manotear las más ricas antes de que otro se las morfe. Ya es muy tarde para el té, así que estamos tomando jugo. Mientras las como, caigo en la cuenta de que no traje nada para compartir. Y anoto que para la próxima son indispensables las facturas. Me quedo charlando un rato más con Romina.

—¿En esos días qué hiciste para pasar el tiempo?

—La primera semana yo me acuerdo que estaba mal porque sentía que no podía ayudar a nadie. Pero a principios de abril una amiga de Córdoba me dijo que estaban por viajar a Comodoro y necesitaban que alguien los guiase por los barrios. Yo más o menos me manejaba y sabía cuáles eran las zonas afectadas, así que decidí colaborar con ellos.

—¿Qué te llevó a colaborar con ellos?

—A pesar de que yo quería, no estaba en el barrio. Por eso me planté y dije: “me voy a meter con las chicas, tengo que ayudar”. Y fue re lindo… Tenía tanto ese dolor. Los primeros días me agarró llanto, locura, al ver cómo se mojan las pocas cosas que tenés. Y entre dolores de estómago, vómitos, no tener noticias de Pablo y no poder dormir, solo podía ver llover; no paraba. Saber que los vecinos habían perdido sus cosas me agarraba un ataque.

EL BARRO DE LAS MISERIAS

En un día, la Brigada de Voluntarios de la Universidad de Río Cuarto recorrió 1.600 kilómetros hasta llegar a Comodoro Rivadavia. La jornada anterior habían organizado una colecta y gente de Santa María, Alcira Gigena y de otras localidades cercanas a Río Cuarto se acercaron con donaciones. Pudieron cargar tres camiones completos: uno con colchones y camas, el otro con ropa y el último con alimentos. Apenas llegaron, los catorce voluntarios no perdieron tiempo: comieron, se bañaron y siguieron andando. Principalmente ayudaron en los barrios Don Bosco y Juan XXIII.

“Estaban apurados porque solo tenían 48 horas para repartir todo. ’No nos podemos quedar más’, me decían. Y las chicas lloraban porque vieron la necesidad de la gente al entrar en sus casas. Se emocionaban, me decían lo distinto que era verlo con tus propios ojos”. Para Romina todo transcurrió muy rápido. Era cargar un auto de cosas e ir por los barrios hasta que la noche avisaba que andar por esas zonas era un peligro.

La gente lloraba cuando los veía llegar, como si la fortaleza que los hizo aguantar hasta ese momento se les consumiera ante el más leve gesto.  Algunos la cuestionaron. “¿Vos ayudar? Encima que estás con problemas en tu casa”. Pero la voluntad no pasaba por ese lado, a Romina la movía su necesidad de ayudar. Ni las palabras o el miedo iban a impedir que la vertiginosa solidaridad cediera. Entre el riesgo y la nada, prefirió meter medio cuerpo en el barro con tal de ayudar. “Me había chupado un pozo, así que entre todos me tuvieron que sacar”.

Las chicas de Córdoba querían repartir puerta a puerta. “Nosotras queremos ver la situación”, afirmaban. Sentían que había una mano negra en el reparto de ropa y alimentos. “Acá le están dando a la gente que no lo necesita”, lamentaban y se exasperaban de no tener más tiempo para llegar al fondo del barrio:

—No podían dejar todo en cualquier lugar porque sabían que se estaban afanando cosas. Eso te da impotencia. Recién ahora ves en los grupos de WhatsApp que están vendiendo ropa donada. ¡Después de cinco meses! Una bronca… Hay gente que realmente no tiene. ¿Por qué dejar todo ese montículo en el Predio Ferial? A una vecina le pasó que fue a la vecinal a pedir un colchón. Tenía a los nenes durmiendo en colchón todo mojado. “No, no tenemos”. ¿Pero cómo me decís eso si tenés varios amontonados? Y ella poniéndole lonas encima, así podían dormir… Deberían haber hecho como nosotros. Puerta por puerta, ver necesidades.

—¿Tus amigas qué opinaban de Comodoro?

—A ellas mucho no les terminó gustando. Me decían “¿Qué hacés viviendo en esta ciudad, Romina? ¡Con lo linda que es nuestra ciudad!”. Pero bueno yo tengo mi casa acá, si no la tuviera no estaría acá. Pasa que no vinieron antes de la inundación. Tiene su mar, sus lindas cosas. Y bue, Esa fue mi experiencia colaborando. Después ya tenía que venir a limpiar la casa. Ya quería venir acá. ¡Nada como tu casa! Tuvimos que empezar de cero, vos no sabés lo que era esto… ¡Francesco, cerrá la puerta!

Santino no la había cerrado bien y el más chico de los hermanos no paraba de mirarla desde hace rato. Por un momento, Francesco agarra el picaporte. Duda entre salir o hacerle caso a su mamá. Romina se levanta y su indecisión se esfuma. La casa era un freezer más o menos soportable. Solo la gata Frida que reposaba en el calefactor podía soportarlo sin inmutarse. Si aquel niño abría la puerta, el viento helado la terminaría de enfriar. Por la ventana noto que ya se hizo de noche y me despido de ellos. Otro día seguimos, esta vez con mate y facturas, esta vez con Pablo y su aguante. Sin falta.

REINVENTARSE Y MADURAR

A finales de septiembre los visito de nuevo, ahora con provisiones: una docena de alfajores de maicena y otra de facturas. Golpeo las manos y no me atienden. Silencio. Una voz gruesa, desconocida para mí, grita: “¡No hay nadie acá!”. Giro, creyendo que quizás me equivoqué de casa. Era Pablo, riéndose escondido entre los materiales de construcción. “¡Pasá! En un rato estoy”. Y Romina me abre la puerta y pasamos.

Francesco abre bien grandes los ojos, se impacienta viendo los paquetes que traigo. Sabe que contienen algo rico, y con Romina los abrimos porque ya era inadmisible que siguiera sonando ese ruido que hace el papel que protege a esas delicias. Entre las novedades, ella está embarazada de un mes. Se enteró unos días después de que los visité a principios de mes. No se lo esperaba, pero por algo vino. También me dijo que arrancó un curso de diseño y con un amigo están por realizar un proyecto, quieren tenerlo todo listo así pueden anotarse en el Centro Cultural el año que viene. Justo la enganché trabajando en las estampas de unas botellas que planea vender en alguna feria.

Mientras ella ceba unos mates y vemos las botellas con frases, Pablo entra con Santino:

—¿Cómo anda, mi amigo? ¿Todo tranquilo? ¡Eeeeeh, trajo facturas! ¿Fran, le agradeciste?

Y su hijo solo puede contestarle asintiendo con la cabeza porque tiene la boca llena. La familia se ve más animada que la vez pasada. Si bien Romina se disculpa otra vez por el desorden que tienen en casa, se nota que han trabajado mucho para remontar todas las pérdidas. Pablo se sienta y podemos charlar:

—¿Cómo van con las refacciones?

—Ahora lo que tenemos es la humedad, vos entrás y todavía se siente ese olor penetrante. ¿Viste que la lluvia nos reventó el alambrado? Ahora la idea es cerrarlo, preparar unos paredones así no nos inundamos… Estamos moviendo todo. Y los vecinos también están levantando las casas bien altas. Había que rescatar la casa. Imaginate, la agarré con la estructura hecha y lo demás lo hicimos todo nosotros. Tenemos que tumbar una parte porque ahora con cualquier lluvia la madera se humedece. El gran laburo va a ser levantar el techo y el piso.

—¿Pudieron recuperar algunas cosas perdidas?

— Bueno, en la parte de atrás seguro viste los muebles que se perdieron. Abajo de toda esa tierra hay materiales. Como ahí dejábamos todo lo que se mojaba, ahora tenemos que traer un contenedor para sacar eso. Y no muy lejos nos tiraron un montículo de tierra cerca del tejido destrozado. Todo lo que fueron sacando me lo fueron acumulando. Bah, todos los descartes de los vecinos quedaron al lado nuestro. La otra vez que vinieron unos de Urbana les dije si me podían hacer la gauchada de sacarlo, y nada.

También les pregunté si desde la Municipalidad les dieron algún subsidio. Según Romina, no les llegó ninguno. Lo que sí les dieron fue un voucher para comprar materiales. No hace muchos días se los trajo una asistente social. Se habían anotado como cuatro meses antes, cuando recién estaban volviendo a casa. “Al final, la asistente social nos dijo que los subsidios quedaron para los que habían perdido casi todo”.

Más allá de eso, Pablo reconoce que todavía hay mucho por laburar. Le molesta que por parte de los organismos oficiales todavía no se hayan hecho grandes inversiones para ayudar a los más afectados. No se ha modificado nada la situación de muchos desde hace cinco, seis meses. ¿Un subsidio para nosotros? Olvidate, ahora tengo los materiales y vengo trabajando a full, no quiero que me pase de nuevo. Pero sin los materiales no podés hacer nada. Yo te digo, quedé para atrás. Dos autos perdí. El único que me anda es ese que tenemos afuera. Siempre hice negocios con autos, y bueno, se me inundaron y ahora hay que bancarla. Más sabiendo que a muchos todavía no les llegó una mano. ¿Qué puedo andar pidiendo yo?

También me dice que perdió varias herramientas, aparatos electrónicos y los juguetes de los chicos. La lluvia sucia no discriminaba, impregnó a cada objeto con el hedor del desastre. “Acá las cámaras se saturaron, venía lo de las cloacas por la bajada que tenemos acá cerca. Todo te contamina. Lo que te toca, fuiste. ¡Ya está! ¡Qué vas a desinfectar! Una cosa es que se te meta agua, y otra es que se te meta agua con barro, con mierda. Esa te corroe al toque”.

“Palear, nosotros. Buscar para que vengan a desagotar, nosotros”. Pablo y Romina no se quedaron de brazos cruzados cuando se dieron cuenta de que el Estado o las empresas no se estaban poniendo las pilas. Cualquier ayuda era bienvenida en esos tiempos difíciles, y Pablo lo remarcó en todo momento:

—Imaginate. ¡Laburo en una empresa de agua y me trajo más agua otra gente que la propia empresa! Fue complicado… Falté tres semanas y me bancaron dos, ya en la última me dijeron que me quitaban las vacaciones. ¡Viejo, necesitaba dejar esto limpio para que venga mi familia! Si le mandé la hidro hasta por el techo. Palear todo ese menjunje de barro. Si acá la tierra absorbió un toque y ya el suelo parecía dulce de leche. Sentías que estabas caminando en dulce de leche.

Por un rato seguimos hablando de las pérdidas y las obras inconclusas para ayudar afectados, esas dulces promesas que sufren el viejo pretexto de que mañana se darán. Porque ahora no hay tiempo… Entonces Francesco grita e interrumpe el diálogo con sus papás. Quiere merendar con yogur y reclama que le den más alfajores. Sin embargo, Romina se opone. “No estés manoseando, pedí por favor y sacá uno”. “¡Oh, no!”. El nene se subleva ante los que no lo dejan comer el alfajor que quiere. Entonces decide experimentar con su vaso de yogur. “Francesco… ¿Yogur con agua? Bue… Solo a vos te gusta así”. Pero a él no le importan las críticas de su mamá, y continúa tomando hasta limpiar el vaso.

En ese momento me acordé que la vez pasada no pudimos hablar sobre la experiencia de Pablo. Era complicado. Recuerda que en la primera tormenta estuvo despierto toda la noche. Todavía palpa esa impresión que le dejó el agua. Eran las 3 de la mañana y por el Maracaná bajaba una corriente oscura que se llevaba los materiales que había comprado.

En la ausencia de todo, él juntaba un montón de cosas. La angustia de entrada lo abordó en todo momento. Después la tranquilidad, porque su familia estaba resguardada. La impotencia de baldear, y que cuando me daba cuenta el agua ya subía más de lo que había sacado… La pilotee, viste, era ayudar y pedir ayuda. El tema es ver la angustia en la cara de toda la gente que pasaba, porque todos a nuestro alrededor la pasaron mal. Pero bueno, uno le mete pila. La familia de Rosario te llamaba asustada y eso te parte el alma. Te labura la cabeza.

Romina agrega que Pablo se había enfermado mientras cuidaba la casa. La posta era que al tener todo tapado por barro no podía cocinarse nada. Ya iba dos días de fiambre y el cuerpo le pedía algo caliente. “Me agarró tipo una hipotermia. Empecé a temblar, a transpirar, y me quedé tirado y vomitaba. Por todo ese ambiente podrido me descompuse”.   Él era un conjunto de nervios, un nudo en el estómago que por tiempos no sabía de cómo enfrentar la situación.

—Y para peores no teníamos forma de verlo, ¿sin vehículo cómo hacías? Consumió algo de las viandas que la gente ofrecía y anduvo mal varios días. Para mí que cocinaron con agua de la canilla. Imaginate, ¿vas a hacer 15 kilos de arroz con agua mineral? Imposible… —Me agarró descompostura al toque. Era medio raro, porque encima ese guiso de lenteja estaba rico.

La cura fueron unos vecinos que le alcanzaron medicamentos. Fueron días de improvisación extrema. Con el final de la primera lluvia, Pablo paleó como pudo y se preparó para la siguiente ronda. Ya había hecho un canal y a la cama le puso tres ladrillos en cada pata. Lo mismo a la heladera, así no salían flotando. Antes de la segunda lluvia una vecina le trajo unas botas y un mameluco porque andaba descalzo. Con todos los preparativos listos se calmó. Y chau, a esperarla.

—A la vez trataba de buscar la gracia.

—¿La gracia?

—Y claro, viste. En un tiro agarraba unos cartones, me sentaba e iba flotando en un telgopor para otro lado. ¡Ya lo tomaba en broma! Mi familia me preguntó cómo estaba y les digo “Acá, mirando tele, ¿cómo está todo?”.

Uno solo se puede imaginar esas escenas tragicómicas. La primera: a Pablo sonriendo, mandando una foto sentado en su sillón mirando la tele. Tapado por el agua hasta las rodillas y con la familia desgraciándose por el temor de que se muera electrocutado. La otra escena: a Pablo peleando contra el horror de la pérdida, navegando entre los rincones de la casa. Paseando sobre el telgopor y olvidándose de sus autos atrapados por el barro, como barcos anclados en mares helados.

A su mamá eso no le parecía muy divertido:

—Sos enfermo…

—No, mami. ¿Por qué no voy a ver tele?

—Claro, pero te podés electrocutar.

—Si está toda aérea la corriente… ¿Pero qué voy a hacer? ¿Me voy a tirar en la cama a llorar?

Pablo también me cuenta que se quedó en la casa porque afloraron los ladrones y otros aprovechadores. “Estaba el caso de los locos que llenaban el tanque de agua por más de mil pesos. Y vos les decías ‘pará, amigo, si estamos re complicados’. ¡Peeeeero, la puta que lo parió! Creo que se portaron mejor los que menos tenían”.

Otro caso lo cuenta Romina. Luego de que calmaran un poco las lluvias, ella consiguió que un camión de la Municipalidad llevara alimento para todo el barrio. La idea era repartir vecino por vecino, pero se juntaron y empezaron a manotear:

—Me dio bronca… Eran dos acolchados por familia y a una mujer yo le decía “¡esperá! ¡No te lleves 20 frazadas para vos sola!”. Los tenías que ver, agarraban una caja y salían corriendo como si estuvieran robando.

—No le di un par de piñas a la gente porque no daba la situación. Pero estaba para romperle la cabeza a todos. Yo les gritaba. “¡Pará, pará!, la concha su madre!”. Encima a esa señora no le pasó nada. Te digo la verdad, flaco, si era hombre te aseguro que lo acuesto con frazada y todo. Si al final los quería vender en la Saladita…

El último caso lo vivió de cerca Pablo. No recuerda exactamente todos los detalles, pero fue en los primeros días de lluvia, cuando estaba solo y descompuesto. Eran las 9 de la noche, y una camioneta blanca de la empresa Cartellone se paró en la entrada. Se le hacía raro escuchar que golpearan las manos a esa hora. ¿Venían a ayudarlo? Él reposaba en el sillón y estaba muy agotado como para contestarles. No había mucha luz en casa y tampoco en la calle. Apenas podía distinguir la silueta de un hombre que se acercaba cada vez más hacia la puerta.

Otra vez los aplausos. Silencio. Pablo siente que la cosa no pinta bien. Se esfuerza para levantarse, para hacer ruido y que sientan movimiento en la casa. Si eran más de uno y descubrían que Pablo estaba indefenso y hecho pelota, él la iba a pasar mal. Golpean la puerta y los nervios de la lluvia patean las ventanas. Pablo se incorpora para contestar… Pero los perros ladran contra el invasor. La silueta retrocede y se mete en la camioneta. Pasa un rato largo. Denso. Tedioso. La camioneta vigila. Y Pablo solo puede respirar tranquilo una vez que escucha el sonido del motor y la silueta parte de una vez por todas.

—Después me comentaron que tenga cuidado que anda una chata de Cartellone. Sé que los metieron en cana. Los tipos iban con la 4×4 de la empresa y se metían por el barro, golpeaban las manos y preguntaban si alguien necesitaba ayuda. Y donde veían que no salía nadie, ellos se metían. Total estamos ayudando. Al final eso del choreo pasó hoy, pasó ayer y va a seguir pasando.

Ya es tarde y me tengo que despedir de Pablo y Romina. Me dicen que no hay drama, que mande un mensaje si hacen falta fotos o videos. Les agradezco, y me voy esperando que les gusten las facturas que quedaron. Después de sortear lo más duro, los últimos días de la lluvia a Pablo lo acompañaron unos compañeros. A la tele la subieron bien alto y se pusieron a ver unos partidos hasta que cayó la noche. Tanto él como Romina se habían adaptado y ahora esperaban que todo terminara. “Bueno, vamos a sacar todo para afuera y vamos a limpiar”. Salgo de la casa, y me acuerdo algo que él dijo, algo que a ellos los termina uniendo como familia:

—Con Comodoro pude madurar.

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