EL TUMBADOR DE ÁRBOLES – SERGIO PRAVAZ

Desde el Valle, Sergio Pravaz nos deja algunas crónicas de su libro “El tumbador de árboles”.

1)

Tócala de nuevo, Sam

Un día subí en Rawson a una rueda gigante que se instaló en el baldío que hay al lado de la estación de servicio camino a Playa Unión. Hace tanto tiempo de esto que ni la estación existía.

La compañía de atracciones era de la provincia de Buenos Aires y estaba  desvencijada la pobrecita; aun así se notaba que eran unos genuinos combatientes contra el aburrimiento. Llegaron un martes, armaron miércoles, jueves, viernes, y ya para esa misma noche estuvo todo listo; ah pero esa vuelta al mundo era hermosa y grande como el aro de la rueda de un gigante.

Mi mamá estaba de visita y fuimos juntos a dar la vuelta al mundo. Ella tenía unos ojazos tan verdes que no había esmeralda en todo Colombia que le pudiera empatar.

A veces, cuando me miraba fijo yo pensaba que me reclamaba -hijo, porqué tan lejos- y yo, con una carrera de ratones en mi estómago trataba de hacer pasar las letras entre mis dientes para decirle que no, que no era lejos, que todo depende de dónde esté parado uno, que a mí me gusta mucho, que no era una huida, que mi lugar era acá, cómo explicarle a una madre que uno se iba para ser el mismo, distinto pero mejor, y todo eso que de un amasijo ingobernable se intenta poner en palabras, frases parejitas, en hilera y vaya uno a saber qué es lo que sale.

Sólo las madres saben, cuando te clavan esa mirada de pitonisa veterana, para dónde vas y para dónde no sabés que vas, pero vas, o cuando mentís; de repente me largó dos flechazos -que lástima que se murió tu padre para que viera lo lindo que estás en este lugar- y a mí se me puso el pecho transparente y no hubo nadie en cien kilómetros a la redonda al que la sangre le circulara más rápido.   

Dimos una, dos, tres, cuatro vueltas al mundo de Rawson en la rueda del Parque de Diversiones de Ramallo y en el punto más alto, ese donde con el humo del cigarrillo armás una aureola y enganchás de a tres estrellas juntas, justo ahí, a la derecha, podías ver el mar, y a la izquierda, toda la meseta para vos solito, hasta el barrio San Ramón podías ver, hasta Dolavon podías ver cuando se cortó la luz y nos quedamos suspendidos en la punta del cielo; los árboles se veían así de chiquitos.

Todo podíamos ver desde allí; los sueños, los miedos, las confesiones esas que cuando te agarran meten las uñas en la garganta y te hacen temblar, el nuevo paisaje que ya me había entrado por la nariz y teñía mi corazón de un color fosforescente y lo hacía saltar a doscientas revoluciones por minuto, las amarguras y también el esmalte de las palabras que salían de a montones y se quedaban flotando como lucecitas alrededor de nosotros dos, allá arriba, solitos, mirando la noche; yo le mostraba lo hermosa que se veía la luna recién salida del mar.

Tal vez fue un paro de Luz y Fuerza (era la época del maestro Gueinasso) o una boleadora arrojada por algún chico en sus prácticas por reconocer los bordes de la realidad, pero lo cierto es que nos quedamos con mi vieja alrededor de una hora y media colgados del techo del mundo, y los ojos le brillaban con una ternura así de ancha escuchando mi relato de viaje que no hacían falta más faroles que los suyos para sentir la tibieza de dos galletas y una taza de café con leche a la hora en que aparecía El Capitán Piluso por la tele.

Yo no sé si habrá sido Hugo Alberto Gueinasso el responsable del corte de energía en sus memorables e imaginativas acciones en su lucha por defender los derechos de sus representados, pero siempre le voy a estar agradecido por ese momento; él me obsequió sin siquiera imaginarlo una escena que ni el mejor director de cine hubiese podido rodar, para mí, enterita, plano a plano, y para un recién llegado lleno de temor y de pasión, con unas ganas de masticar palabras nuevas, de escribirlas, un perfecto ignorante de ese futuro de poesías y crónicas, como esta que escribo, y la verdad es que nunca le había escrito una crónica a mi madre, que quiso ser concertista de piano pero la vida le cambió el trayecto en el momento en que mi viejo resopló como un buey alrededor de ella, puso la oreja sobre un tronco y le comenzó a contar todo lo que había allí adentro.

Por todo esto para mi Gueinasso es como Humphrey Bogart; chiquito de cuerpo, pelo corto, sobretodo con las solapas levantadas, puchito entre los labios, sombrero fino con el ala hacia delante, ojos negros, decididos, generosos. Todavía lo estoy viendo cuando dijo: “tócala de nuevo, Sam”, apagó la luz y los ojos de mi vieja se hicieron cenizas de color verde.

2)

Las malabaristas de Río Senguer

En ocasiones podemos ver gente que son capaces de hacer malabares con los libros; sí, con libros, no sólo con pelotas, anillos, clavas o platos chinos; la gente a la que me refiero son de la línea sur de nuestra provincia y desde la ventana del colectivo, cuando cae la noche y vas por la ruta podés ver como anticipo un paisaje asombroso; los campamentos de petróleo parecen pequeñas ciudades de fantasmas y las cigüeñas chupadoras, apenas iluminadas y dispersas se asemejan a viejos pterodáctilos atados a la tierra y penando lentamente. 

Pero la gente de la que hablo son todas mujeres; agarran de a dos, de a tres, cuatro, cinco, seis libros y hacen piruetas increíbles; los voltean de lado y les hablan al oído, los mantienen en el aire cuanto tiempo quieren, dibujan círculos, figuras geométricas, y a medida que pasan, los hojean, los subrayan, les ponen el señalador en la hoja diecisiete o en la cuarenta y cuatro, todo para que dificultad y belleza sean un solo mecanismo, necesario para armar ese maravilloso espectáculo que desde niños llevamos incrustado en la memoria.  

Hay que decir que el malabarismo es una tradición muy antigua. En Egipto ya había mujeres que se dedicaban a esos asuntos, de hecho hay pinturas egipcias donde se las puede observar, pero las que interesan a esta crónica lo hacen con libros, los tiran para arriba y así van, se los pasan entre ellas, se contorsionan, hacen pasos de danza, lo hacen de día y también lo hacen de noche iluminadas solamente por su fe; cuando logran arrancar al vuelo la página setenta y siete y hacen un avioncito que sale disparado hacia la luna, ahí el malabar adquiere un espesor que nos corta la respiración y ellas como si nada. Pueden estar horas y horas así, con una sonrisa y satisfechas con ese prodigio que vaya a saber de dónde les viene.

Bueno, algo de todo esto es lo que ocurre cuando a las mujeres de Río Senguer se les da por organizar su Feria del Libro; y se les da seguido porque ya llevan siete años ininterrumpidos sacando adelante una fiesta popular en la que te convidan con un tazón tan poderoso que te marea y ahí mismo te ponés a revisar todo lo aprendido, abrís tu propia caja de herramientas para mirar con lupa si todo está en orden o si hay cosas que sobran y no te habías dado cuenta.

Sucede lo que sucede con las experiencias notables; advertís en realidad todo lo que te falta y lo que aún no has aprendido; mirás para allá, mirás para acá, mirás para el costado pero el fuego de cada una de las malabaristas senguerinas te aviva de que tu caja de herramientas está medio vacía, apenas si tiene un corazón que empieza a los puros suspiros cuando deletrea la palabra poesía y suda contento cuando el entrevero se desata. Es ahí cuando las palabras saltan sin permiso y van al encuentro y empiezan a dialogar con las otras palabras que se les escaparon también a los colegas, los alumnos de las escuelas, los feriantes, los artesanos, a quienes manejan las bibliotecas populares y a quienes están en las mesas con libros.

Pero ellas tienen los colores que soñó Picasso el día que se levantó medio dormido y le tiró a la tela con todo lo que encontró. Se trata de un matriarcado de la cultura libresca; tal vez por eso funciona tan bien, quién sabe; las que mandan en esa fiesta son todas mujeres. Eso sí, con la esquina de un ojo controlan los alrededores y nada se les escapa; te dicen dónde tenés que ir, dónde vas a dormir, qué vas a comer y a qué hora te toca hablar a vos. A la pericia del malabar y el tesón femenino hay que sumarle la organización porque todo va como por un riel; perfectito como reloj.  

Así son las cosas en Senguer; vos llegás y cuando te abren la puerta el fogonazo te tira para atrás e inmediatamente pensás si te caíste adentro de un libro de García Márquez, o en el ‘Pedro Páramo’ de Rulfo, o si César Vallejo es quién te recibe vestido de boletero y al ingreso te dice: “Ahora, entre nosotros,  trae por la mano a tu dulce personaje y cenemos juntos, y pasemos un instante la vida a dos vidas y dando una parte a nuestra muerte. Ahora, ven contigo, hazme el favor de cantar algo y de tocar en tu alma, haciendo palmas. Hasta cuando volvamos! Hasta entonces! Hasta cuando partamos, Despidámonos!.

Como serán las cosas en ese lugar que ahí mismo hace muchos años nacieron dos caballos que al trotecito nomás enfilaron para Nueva York y hasta la Quinta Avenida no pararon. Gato y Mancha senguerinos de médula, hasta estatua tienen.

Tenía razón André Bretón cuando dijo en el año 47 que el surrealismo era de América Latina y que ellos apenas si le habían dado alguna forma y lo habían profundizado pero que ese mundo mágico era natural de esta parte del planeta. Y dicen que al poeta galo se le inflaba de envidia el esternón por todo lo que veía y escuchaba por estas comarcas.

A ver lectores, al primero que dude ¡pito catalán! y que urgente saque boleto a Senguer para ver por sí mismo; y si llega para la Feria del Libro mejor, así aprende a mirar bien en los rincones y no se pierde el espectáculo de las malabaristas de libros.

3)

Cuando ellas cantan

Hay mujeres que son capaces de hacer cualquier cosa. Yo conozco a cuatro que cuando abren la boca les salen lápices de colores. Sí, ya cuando sonríen, entre los dientes se puede ver como pujan por salir esos lápices de todos los tamaños, enteros, a la mitad, menos de la mitad, con punta, sin punta, mordidos, con una goma de borrar en la cola, con sabor a óleo, acuarela y con tendones para dibujar una primavera completa en un solo movimiento.

Cuando logran saltar de esas cuatro bocas se tiran de cabeza al piso, y ahí, ya sin dominio se largan por sí solos a hacerse los van Gogh, los Kandinski, y todo lo transforman. Como será el asunto que pintan el aire, que de paso sea dicho es tan difícil eso, ¿no?.

Faber Castell se tatuaron las cuatro del lado del corazón; miren si serán locas.

Hay ocasiones, cuando la noche está iluminada por una redonda y hermosa luna de pomelo, como la de la canción de Tom Waits, ellas se juntan, se suben a los árboles y hacen un conjuro. Son parecidas a las malabaristas de Río Senguer pero las que yo refiero son de Trelew y en vez de organizar ferias de libros, son músicas y cantan.

Cuando salen al escenario, vestidas como ellas se visten, con sus ropas de unos colores estrafalarios y hermosos a la vez, de esos que te hipnotizan ni bien posás la mirada sobre ellas, parece que le hubiesen robado la paleta completa a Frida Kahlo; y eso que la sufrida diosa azteca del arte mundial algo sabía de colores.

Bueno, así son las Copleñitas; no se andan con chiquitas; toman los que desean, se los tiran encima, se pintan con ellos, se untan el cuerpo, se dibujan margaritas en la garganta, los tiran sobre sus instrumentos, sobre el piso, las paredes y hasta cuando abren la boca para buscar un tono que reparten entre las cuatro para simplemente afinar, les salen las texturas y los matices con tres orejas, dos narices y una sensación de tener campanitas entre los ojos que es un contento.

Un Do para allá que sale pintado de amarillo, un Mi que recorre el techo y rebota riendo en las ventanas con su cara azul,  un Fa verde y panzón que acompaña lento esperando su momento, y así van saliendo hasta acomodarse parejitos a la espera de las indicaciones de estas cuatro féminas del canto latinoamericano. Porque esa es la ruta que ellas caminan, la que conocen y sobre la que despliegan todo su arsenal, aunque a veces tomen otras voces, más escondidas, de otros tiempos, que aún permanecen en el norte de África, en un barrio de Serbia o sobre la margen de un río que acompaña a un pueblito de Vietnam.

Ellas son antropólogas de sonidos ocultos porque saben de tejidos secretos, de tramas apagadas que ellas mismas cuelgan al sol en la cuerda de la ropa para que les salga nuevamente esa energía del canto. Así nos muestran la belleza de la gente que en todas latitudes canta porque sueña, sufre y lo dice con música: una canción de cuna, un casamiento, un amor, una tragedia, lo que sea, pero por suerte mujeres y hombres se andan contando la historia de sus vidas y para eso está la canción popular, para ser ligazón y que nos enteremos, nos asombremos y disfrutemos del alto arte de los pueblos que saben decir con el corazón aquello que incomoda a la razón; para que nos identifiquemos y veamos que ese espejo nos refleja tal cual somos en todas partes y lugares.

Ellas abren el mapa, lo ponen sobre la mesa, lo miran con fruición, lo estudian, ponen el dedo allí y le arrancan al noble pergamino una canción, rarísima generalmente y sumamente bella, porque las cuatro copleñas son así, audaces para caminar por los hilos del alambrado cuando practican esas voces inhabituales, de fugaz y lentitudes, de ataques sonoros y levedades de aire, moderadas y furiosas a la vez.

Como elegantes mochileras de la canción se la pasan andando y recolectando; no hay esquina de ese mapa que no hayan auscultado; lo hacen con un estetoscopio para detectar el más leve de los sonidos, el timbre más apagado, el registro más oculto, y allí se lanzan las cuatro cuando creen reconocer esa línea melódica que necesitan. Y ellas son de encontrar porque saben que el secreto del arte también se sufraga justo en ese lugar por donde pasa todo el mundo y nadie mira, ni ve. Por eso Kenia Rodríguez, Alejandra Guerra, Andrea Freyer y Antú Silva son lo que son, un pabellón de colores que se mueven con sus diversos instrumentos y cuando abren la boca, son la envidia de van Gogh y de Kandinski juntos, a los que se los suele ver en la última fila cada vez que ellas cantan. 

-Sergio Pravaz-

4)

Soñar, soñar

Hizo cine, hizo música e hizo peronismo; todo con su particular modo de ejercer el arte popular. En el cine comenzó como sparring y terminó siendo campeón mundial de peso completo; desde el avant garde más sofisticado al relato popular construyó un puñado de milagros insustituibles. Con la música fueron las canciones, un objeto de fuerte liturgia que se rezó por toda Latinoamérica; tres tonos sencillos para pequeñas crónicas que le entraron a la gente hasta dejarlas transparentes y listas para el amor o la melancolía. Y con el peronismo, lo ejerció a mansalva en las calles y en el arte, y a pesar de su didactismo y desmesura, lo suyo sigue siendo una rara pieza de orfebrería.

A Leonardo Favio le pegaban de chico en la espalda todos los lunes, miércoles y viernes con una varilla de mimbre para que aprenda la tabla del dos, y martes, jueves y sábado lo manguereaban de madrugada con agua fría para que no insistiera con esa obstinación de querer soñar, soñar y soñar. De modo que los días domingos era inevitable en él esa porfía de ponerse en cuclillas y saltar, saltar tan alto como le fuera posible hasta sobrepasar el muro del correccional, porque lo que quería en realidad era ver el mundo; sí, saltaba y miraba, saltaba y olía hasta que lograba alcanzar la calle para abrazarse en cada esquina con la vida.

A este futuro crack del arte le cabe ese dicho popular que dice que cuánto más golpes recibe el acero más se templa su espíritu. Así fue como aprendió a volar desde muy temprano. Cuando pedía limosna en Retiro ya soñaba sus primeros guiones cinematográficos, planos, encuadres, y se le escapaban por sus rodillas huesudas las futuras canciones, o imaginaba que imaginaba lo que imaginaba, que para el caso es lo mismo, ¿no?.

Cuando abría la puerta de un taxi sonreía, estiraba la mano, guardaba la moneda y en un sólo golpe de ojo lo registraba todo, el interior del auto, la cara del tachero, la de la pasajera, el techo, el asiento, el reloj, la estampita, la canción de la radio, el rosario de plástico, la palanca al piso, el vestuario y ya se le saltaban las imágenes, lo alborotaban, lo suspendían por encima del semáforo y cuando reaccionaba ya estaba al otro lado de la avenida.

Él no sabía pero sabía que un día iba a saber qué hacer con todo eso que le mordía las costillas y las conminaba a cantar con esa voz de metal que le envolvía el espinazo y se lo ponía fosforescente. 

Favio supo y conoció el verdadero valor de Rachmaninoff  y de Eisenstein pero fiel a su instinto de perro verde, lo suyo fueron los contenidos populares; allí desembarcó y clavó su estaca para izar su propia bandera; y la hizo flamear durante cincuenta años, con sol, con lluvia, con truenos, sequías, tiros, tragedias, exilio y con todo lo que acontece en un país como el nuestro.

Dos de sus películas, “Crónica de un niño sólo” y “El romance del Aniceto y la Francisca”, están consideradas por la crítica especializada entre las mejores de la historia del cine argentino; pero más allá de los muchos y muy legítimos laureles que obtuvo aquí y en el extranjero, él se tiró sobre la muchedumbre, mensuró a cada uno, chasqueó los dedos para iluminarles la cara, los besó en la boca y los anotó en su libretita de bolsillo para hacerles una canción o una película. Ese fue su afán; le robó el fuego a los dioses y nos lo regaló a nosotros. Yo todavía me acuerdo cuando vi “Nazareno Cruz y el lobo” en 1975, y a esa edad, esas impresiones son de las que quedan para siempre, se avance lo que se avance y se piense luego lo que se piense.

Así era Favio, actor, guionista, director de cine, compositor, cantante, productor y un perfecto clavadista que no dudó en arrojarse a las aguas turbulentas y riesgosas de lo popular para que su aprendizaje fuese completo. Lo hizo para incluirnos a todos más allá del resultado, y ese solo gesto, ese solo intento lo ennoblece más que la perfección de algunas de sus mejores producciones.

Fue una especie de prodigio sin sombra que no siempre pudo hacer lo que ha deseado, pero sí tuvo en claro lo que quiso hacer con su arte. Él encarnó como nadie aquella hermosa sentencia de Pessoa que dice: “Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y arpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me conozco como sinfonía”.

5)

Paco, el “cuarenta dedos”

Si hubiera nacido en Rawson, el barrio San Ramón habría sido el lugar donde pegara sus primeros gritos, para luego gritar sus primeros goles peloteando en la calle hasta el atardecer, fumara sus primeros puchos tumbado panza arriba al lado del río, y por supuesto, donde los vecinos habrían escuchado sus primeras magias con el encordado de una guitarra.

Sus amigos lo hubiesen apodado el cuarenta dedos, ahí va el cuarenta dedos del Paco, que de tantos pacos y pepes en el barrio le quedó el “de Lucía” porque su madre se llamaba así; sí, ese que es callado y tiene cara de poca sonrisa que cuando doblaba por la esquina del Don Bosco ya sabía que lo suyo se jugaría en esa caja de madera con un hueco en el medio, pero cómo toca la guitarra el condenado, sí, condenado a la belleza y a los hechizos de un sonido vanguardista, vigoroso, rítmico.

Los más avispados del barrio dirían que con cada uno de los cuarenta dedos del Paco alcanzaba para prender el arbolito de navidad del edificio de la Dirección de Servicios Públicos; otros asegurarían que tenía un avión en cada uno porque cuando pisaba las cuerdas para arrancarle al universo esos sonidos filosos era más rápido que político para la promesa electoral. Y hay que ser ligero para eso.

Y así la lista se tornaría interminable porque los del San Ramón son buenos para el elogio de uno de los suyos cuando el merecimiento viene como caído de maduro.  

Paco de Lucía agarraba la guitarra y te dejaba bizco y sin respiración por el puro virtuosismo que le espumaba en todo el cuerpo; había que abrir bien la boca para destapar los oídos, clac clac, una y otra vez y que no se te escapara ninguna de esas corridas de manos que el cuarenta dedos hacía sin pestañear y sin que se le mueva un solo músculo de la cara.

Los metía en el enchufe y se le disparaban en todas las direcciones, y cuando regresaban, se paraban en seco, olían el aire y arrancaban para el otro lado.

Dedos de guanaco, dedos de tropilla, dedos de oro, el cuarenta dedos era fulminante, intenso, apasionado; nació en Algeciras en el 47, y su papá, que rápidamente le vio el talento brillándole en la coronilla lo hizo practicar diez horas diarias durante toda su infancia hasta que los dedos agarraron tal furia que comenzaron ellos mismos a dividirse las tareas para no andar atropellándose cada vez que aceleraban para salir a las corridas. 

Del aeropuerto del flamenco partió un día y cuando conoció el cajón peruano lo metió en la valija y lo largó en plena audiencia de gitanos para horror de los puristas y ya no lo abandonó jamás.

Pasó sin escalas por los andenes de la música clásica y académica -su ejecución del Concierto de Aranjuez del año 91 en el teatro Bulevar de la Casa de Cultura de Torredolon es memorable; el autor de ese concierto, el viejo maestro Joaquín Rodrigo lo abrazó emocionado al final del mismo-; de igual modo aterrizó en el jazz, y como sucediera antes en su barrio- dejó sin aliento a la realeza de los guitarristas del jazz-rock, John McLaughlin, Al Di Meola y Larry Coryell, sólo por nombrar a unos pocos de los más distinguidos de sus colegas.

Camarón de la Isla, el cantaor cuya garganta debería haber sido asegurada por el valor de un portaaviones le preparaba el puchero mientras cantaba, y Paco de Lucía ponía la mesa; juntos tuvieron una sociedad tan osada que al flamenco lo dieron vuelta como a un pulóver y ya nada pudo ser igual que antes.

Por las noches se dedicaron a correr todos los mojones posibles, cortaban los alambrados y se empeñaron en borrar todos los mapas de la comarca. Mezclaron lo culto y lo popular, barajaron y dieron de nuevo. Y fue el Paco el que lo difundió de un modo global.

Tenía tanto estilo que para encender un cigarrillo agarraba el fósforo y lo raspaba de una sola vez y sin fallar en la hebilla del cinturón; pitaba, pitaba y luego escondía el faso con la palma ahuecada de la mano, de puro tímido que era. ¡Guau gritaban en el barrio!, ¡ese sí que sabe cómo son las cosas de la vida!.

También puso su música al servicio de diversas películas: “El amor brujo” y “Carmen” de Carlos Saura, “Vicky, Cristina, Barcelona” de Woody Allen, “Mundo acuático” de Wes Anderson y “Sangre y arena” de Javier Elorrieta, entre otros films; ah, y estuvo nominado para un Oscar junto a Brian Adams por la canción “Have you ever really ever loved a woman” de la película “Don Juan de Marco”, protagonizada por Marlos Brando y Johnny Deep. ¿Qué tull el cuarenta dedos?.

Éste compositor, arreglador e intérprete tocado por la varita de Santa Cecilia, decía que lo amparaban quinientos años de música porque así de largo es el linaje del flamenco. Tal vez sea por esa circunstancia que cuando se mezcló con otros géneros, que dicho sea de paso, además de los ya mencionados anduvo por casi todos, lo hizo con tanta seguridad que ponía hasta la frutillita para el postre pero daba espacio, no era mezquino ni alcahuete; por eso en el barrio lo querían tanto.

Y pensar que en el San Ramón jugaba de arquero.

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