Relato en primera persona de la marcha de cierre del Encuentro Nacional de Mujeres de la ciudad de La Plata (2019). Lo que nos hermana, lo que nos divide, lo que nos mueve. Somos marea.
Selena Karpukovich
La formación del tren Roca se instala con lentitud en el andén 11 de la terminal de Constitución. Según el horario fijado en el panel que se alza sobre nuestras cabezas, su próxima salida hacia La Plata es dentro de quince minutos. Son casi las 12:30 del mediodía cuando Lourdes, mi compañera de la universidad, me hace señas entre la gente que todavía está descendiendo para que entremos rápido al vagón y podamos viajar sentadas. Venimos aceleradas desde el Obelisco —donde el colectivo 129 nos pasó de largo por estar cargado hasta las puertas— con la esperanza de llegar relativamente temprano a destino.
Es la primera vez que estoy en esta zona de CABA y me quedo fascinada con el tamaño de la estación. No tenemos nada parecido en Comodoro Rivadavia. Las pocas veces que me subí a un tren fueron hace muchos años y desde Retiro, así que no puedo despegar los ojos del arco del techo, surfeando los tragaluces que me parecen inalcanzables. Ayer, también por primera vez, participé del Encuentro Nacional de Mujeres que hoy nos convoca a su segunda jornada y que se estima será el más concurrido de sus 34 ediciones. Mi expectativa es corroborarlo en la marcha que se llevará a cabo por la tarde, que desde ya se palpita como histórica.
Cuando nos acomodamos en un asiento doble del lado derecho del vagón, vemos que detrás nuestro suben varias decenas de mujeres más, algunas con los pañuelos verdes de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito anudados en el cuello, las muñecas y las mochilas. No es difícil arriesgar que compartimos destino: vienen charlando entre ellas sobre los talleres que les interesan, la expectativa sobre la marcha y sus relatos de vida. Algunas se acaban de conocer. Se me viene a la mente una nota que leí ayer en Clarín, “El tren de las mujeres”, donde entre crónicas a las pasajeras se destacaba como consigna implícita el cuidarnos entre todes, que reconozco atinada en este momento.
Repaso la “e” del lenguaje inclusivo con cuidado y un poco de culpa, porque pese a que me resulta cada vez más necesaria, todavía siento que si la uso suena forzada. Sopeso las ideas de que lo imprescindible debe nombrarse para ser recordado y que la deconstrucción llevará su tiempo aunque baje viejas estructuras a mazazos. El tren arranca y me sacude la reflexión. Lourdes se acomoda contra la ventana para dormir, con el celular entre las manos, casi al mismo tiempo que un pibe se aposta en la puerta con un micrófono y un amplificador que parece de bolsillo. Dice que va a cantar tango y la música comienza con la intro de “Cambalache”. Canta bien y se lleva un coro de aplausos que resuenan más en los carteles de los políticos que van pasando entre el paisaje del trayecto que en el ambiente dentro del vagón.
Por el pasillo van y vienen vendedores ambulantes. Escucho entre el canto y las ofertas a unas chicas comentando que ayer muchas compañeras volvieron a sus casas por la lluvia y que menos mal hoy el cielo está despejado. Asiento sin darme cuenta; el viaje del sábado fue una odisea. Había salido del hotel antes de las 7 de la mañana, pero cuando finalmente llegué a La Plata era mediodía y estaba empapada de pies a cabeza. El subte no funcionaba por inundaciones —no hay grito presidencial que pueda contra los temporales—, el tren debió bajar la frecuencia que había organizado aumentar y los colectivos estaban repletos. “No llueve, son lágrimas de machirulo” había leído en Twitter esa mañana mientras buscaba información sobre la cancelación oficial del acto de apertura. El recuerdo me hace reír.
Entre idea e idea ya estamos en la penúltima estación. Al lado nuestro, de pie, hay un grupo de tres chicas que están discutiendo con insistencia el horario de la marcha. Una dice que es a las 14, las otras dos a las 16:30 h.
—Es a las 18:30 —interrumpo con cara de disculpa, levantando el papel del cronograma. Como hacen una pausa silenciosa y se lamentan de que falte tanto, agrego—: Igual no se preocupen porque hay ferias, talleres, espectáculos al aire libre… no se van a aburrir.
Las tres intercambian miradas hasta que la más bajita se adelanta un paso.
—Es que nosotras venimos porque somos de izquierda —responde como si eso explicara todo, sin prestar atención a sus compañeras que intentan callarla.
Parecen tener entre 18 y 23 años. Lourdes, que ya está despierta, comparte mi ceño fruncido.
—Mirá que no importa el partido, eh, el Encuentro nos recibe igual —acoto sonriendo, pero otra de las chicas sacude la cabeza con seriedad.
—Venimos por política, a hacer presencia, ¿entendés? —dice esta última abriendo más los ojos.
No, no entiendo, pero me quedo callada.
—Nosotras venimos a la marcha. Nos queremos ir rápido —concluye la tercera.
Intento que no se me note lo desencajada que estoy, porque a diferencia de las demás nuevas experiencias vividas durante el fin de semana, esta es bastante inesperada. Sin otra respuesta en mi repertorio, suelto un «Ah» y vuelvo a la cara de Lourdes, que está igual que yo.
Cuando llegamos a la estación La Plata, la fila para salir es larga y no avanza. Será la base de un deja vu que en este momento no reconozco. Una mujer de remera roja, con una leyenda estampada que reza “Las Guerreras”, trata de ordenar a sus integrantes para que podamos movernos. Nuestra sospecha inicial de que la salida está cerrada se disipa rápido: en su columna son tantas que el paso está cortado.
***
Plaza San Martín es una fiesta. Las calles del perímetro funcionan como una Peatonal Feminista con feriantes y expresiones artísticas en cada esquina, muchas veces espontáneas, que te hacen olvidar el reloj. Sobre el pasto hay grupos sentados al sol o durmiendo sobre mantas, mujeres que caminan de un lado al otro vendiendo comida casera a precios antimacrisis y niños jugando junto a los stands. El sol nos acompaña y lo que se percibe es una libertad a la que no estoy acostumbrada. No hay miradas rápidas a los costados, ni pasos apresurados para cambiarse de vereda, ni la necesidad de avisarle a gente de confianza dónde estoy. Parece un mundo paralelo donde los desconocidos no son sinónimo de peligro y tengo que recordarme que así es como debería ser siempre. Como me gustaría que sea.
En uno de los trayectos internos de la plaza veo a una chica sentada frente a un mantel con aros, postales y otros productos artesanales. Detrás tiene una carpa y una pila de mochilas vacías. La escena no es extraña; los iglús de nylon florecen del suelo y manchan de colores todos los rincones. Cada tanto noto tendederos de ropa improvisados con sogas atadas en los árboles y recuerdo que en la conferencia de prensa de ayer se comentó que algunas mujeres estaban acampando en la zona. La curiosidad me obliga a acercarme y preguntarle si es su caso.
Se llama Cata y es de Florencio Varela. Tiene una sonrisa inmensa, la cabeza rapada y está sentada en posición india junto a su compañera de pelo turquesa, que sigue atendiendo el puesto mientras nosotras charlamos.
—Es el cuarto Encuentro al que viajamos, esta vez nos tocó cerca —me explica, señalando a su amiga—. Veníamos con la idea de acampar, pero ayer una conocida nos prestó una casa para que podamos dormir con otro grupo de chicas. Eso está buenísimo.
—¡Ah! ¿La carpa no es de ustedes? —respondo sorprendida, porque parece que la custodia sin saberlo.
—No —se encoge de hombros—. Debe ser de alguno de los feriantes, como se quedan todo el día capaz les parece cómodo.
Miro el celular. Ya casi es la hora del inicio de los talleres, pero la amabilidad de Cata hace que me quede hablando con ella un rato más. Me explica que se sustentan los viajes feriando, como sé que hacen otras tantas, que las mochilas sí son de ellas y que las usaron para traer la mercadería de un solo tirón.
—Viajamos en grupo y nos financiamos así, somos un proyecto autogestivo. El año pasado estuvimos en Chubut y el anterior en Chaco. Esta vez no dio el tiempo para asistir a los talleres, pero las veces anteriores sí —hace una pausa, mira para abajo y sigue— lástima que ahí se notan mucho las pujas partidarias.
—¿En los talleres? —pregunto.
Asiente con la cabeza.
—Yo soy crítica con eso, parece que la movida queda en unos días de comunión, que está bueno, y después en quién levanta la bandera más alto. No sé si logramos trasladarlo a lo político.
Esa frase me recuerda el debate vigente sobre el cambio de nombre del Encuentro. “Porque existimos nos nombramos” es el lema del sector que busca la inclusión de disidencias y la denominación conjunta de un Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans, Bisexuales y No binaries, que ya está llevando a cabo talleres durante estas jornadas. Una vez más me choco con la importancia del lenguaje.
Le pido a Cata su opinión y es tajante:
—Está bien, porque la violencia patriarcal nos atraviesa a todes. Un feminismo que excluye no es feminismo.
Le doy la razón mientras me reincorporo y me despido, agradeciendo la buena onda. Ninguna de las dos lo sabe en este momento, pero mañana, durante el acto de cierre en el Estadio Único de La Plata, la mayoría presente votará por aplausómetro a favor del Plurinacional. La decisión no será bien recibida por la Comisión Organizadora, que posterior a la elección de San Luis como nueva sede, se despedirá nombrándolo una vez más Encuentro Nacional de Mujeres. Todo poder encuentra su resistencia.
***
A la salida del Bachillerato de Artes, donde acabo de participar de un taller, decido volver a Plaza San Martín. Las diagonales de La Plata son engañosas y ni los mapas de Google me salvan de perderme un par de veces. Intento descifrar si voy por el camino correcto y hago una pausa frente a la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús. Está enrejada. Las encuentreras caminan por los costados sin prestarle atención, mientras del lado de adentro una fila de hombres policías custodian la entrada con recelo. Deben ser unos diez. Por disposición del gobierno, no sé si provincial o municipal, quien camina la ciudad en pequeños grupos es el personal femenino. La coherencia del gesto comienza a diluirse con las fotos que circulan en redes denunciando sus condiciones precarias de trabajo.
Ayer, también a la salida del taller, mi amiga Estefanía se cruzó con una conocida que no veía hace un tiempo. Noelia vive hace un año en La Plata con su pareja, estudia en la universidad y está sin laburo fijo, así que a veces trabaja de modelo. Ese día, para aprovechar el movimiento de gente, había salido a vender hamburguesas veganas caseras que para nuestra mala suerte se terminaron antes de que las podamos probar.
—Ya estoy hecha por hoy —dice, a la vez que acomoda el recipiente de plástico vacío sobre el suelo y lo aferra entre sus pies. Es jovial, de ojos sinceros delineados en verde agua y muy amena para conversar—. Las rejas son nuevas, las pusieron hace unos meses por el Encuentro.
—¿Te parece o lo anunciaron así? —pregunto.
—Salió en las noticias. En la catedral hasta vi que tienen un camión hidrante. Muy exagerado —contesta con un gesto de disgusto—. No sé qué piensan que va a pasar.
—¿Y qué onda las vallas que están por el centro? —agrega Estefi.
—También, está cortada la parte de los edificios de gobierno. Te obligan a dar toda la vuelta con tal de que no te acerques. Parece que nos tienen un poquito de miedo.
Las tres nos reímos. Dudo que quienes pusieron las rejas le teman a las pintadas con aerosol, los “tetazos” o los cantos con insultos que llaman a quemarlo todo, sino más bien a una sensación sobre la que los portones no tienen potestad. Es el miedo del que sabe que el enojo está despierto y lo mira fijo, esperando para enderezar la balanza de un manotazo inevitable. ¿Cómo ignorar, en contraste, que las puertas de las escuelas están todas abiertas?
Noelia admite que está emocionada por la marcha y nos intercambiamos los números de teléfono.
—Va a ser tremendo —afirma, y siento que todavía no entiendo la magnitud de lo que va a pasar.
***
Es un mar de gente. No me dan los ojos ni la matemática para aventurar un número que me deje conforme. Repaso los estimados de asistentes que leí en los medios —entre 200 y 500 mil— y por primera vez reconozco que esas cifras no me son útiles en la experiencia. Nunca vi tantas almas juntas. Lo que sí puedo entender es que los rincones, las seis calles que desembocan en esta diagonal que nos sirve de epicentro, se han transformado en ríos de personas.
Estoy en el cruce de la Av. 1 y Av. 60 y son casi las seis y media de la tarde. La marcha tenía que empezar a esta hora. Luciana y Lourdes —mis compañeras— me esperan a unas seis cuadras, pero cuando el espacio que tengo alrededor se empieza a acotar sospecho que no las voy a alcanzar antes de que largue. Miro hacia la calle por la que vine desde Plaza Rocha y desisto de retomarla cuando noto que ya no es solamente el boulevard el que sirve de pasarela, sino toda su superficie.
Me quedo inmóvil en una esquina que solo se distingue como tal por su cercanía a los edificios. Saco el celular de la campera y aviso a las chicas que voy más tarde. Ya no se puede caminar. Contra la entrada de un negocio cercano veo a dos señoras canosas agarradas de la mano, contemplando el despliegue con los ojos vidriosos.
—Me emociona ver esto —le dice una a su compañera, que asiente con la cabeza y se lleva el dorso de la mano al lagrimal—. Mi hija debe andar por ahí con mi nieta, yo la convencí para que vengan. No podían perderse algo así.
Me olvido por unos segundos de la presión humana y les sonrío; me resulta inevitable pensar cuántas injusticias les habrá tocado vivir que a nosotras no y cuántas otras nos unen. Mi mente las imagina jóvenes, con la misma sed de igualdad que nosotras tenemos ahora, y empiezo a lagrimear.
A mi derecha hay una morocha menuda de rulos cortos que intenta enderezar el torso para respirar mejor entre quienes la rodean, pero no hay dónde ir. Forcejea un poco y la cara se le tuerce. La están aplastando. Le hago una seña y con poca destreza giro sobre mi eje para hacer de rodillo y moverla más cerca de la vereda contraria, que desde acá se ve menos poblada. Noto que una soga le corta el paso. Las agrupaciones se protegen rodeándose con cuerdas o haciendo una cadena con las manos para evitar mezclarse con las demás y perderse, aunque no tiene mucho sentido hacerlo si ponen en peligro al resto. Lo que está pasando no me gusta. Intento acercarme yo también al otro lado, pero a esta altura hay tanta gente que directamente pierdo el control de mis pies. Parece que avanzo y retrocedo unos centímetros, suspendida como parte de una misma voluntad que nos excede. La marea. Me aferro al sentido poético de la frase como a un salvavidas para no desesperar, porque la masa no avanza, sí crece y lo único que veo al frente son carteles y banderas de las que no distingo las leyendas.
—¡¿Qué hacen los de adelante que no largan?! —escucho gritar a alguien cerca—. ¡¿Vinieron a marchar o a pelearse para ver quién figura más?!
Involuntariamente recuerdo a Cata, a las chicas del tren y arrugo la nariz. El grupo que está rodeado con la soga se nos tira encima por un empuje que ya no se sabe de dónde viene y siento cómo el cordón se me clava en las costillas. Me van moviendo a los tumbos unos metros, donde una fotógrafa que está sobre el boulevard me estira la mano y me ayuda a ubicarme al lado suyo, pegada contra un árbol. Tomo una bocanada de aire y se ríe, levantando la cámara hacia la esquina contraria y agregando sin mirarme:
—Hasta que larguen va a ser una locura, pero después lo disfrutás, te hacés una con la corriente.
***
La marcha acaba de largar. A pesar de que se hicieron salidas simultáneas desde otros cruces ahora tengo lugar para desplazarme, así que aprovecho a adelantar unas cuadras y salir del aglomeramiento. Mientras avanzamos en columna, los hombres nos ven desde atrás de las puertas de los edificios, las ventanas de los departamentos y desde varios autos que intentan cruzar por entremedio de la gente. El número de asistentes desborda el espacio. Son casi las siete y media y todavía por sobre el hombro noto salir una multitud que parece no tener fin desde la 1 y 60. Algunas mujeres se desvían por calles aledañas, donde poca policía custodia que no pasen vehículos, intentando llegar más rápido hasta Plaza San Martín.
No me queda un trecho largo para alcanzar a mis compañeras que —bendita sea la tecnología— me compartieron su ubicación en tiempo real por WhatsApp: están a tres cuadras. En el camino el escenario se va asemejando más en emoción y en imagen a las marchas que ya conozco. Grupos de chicas con glitter en las mejillas se abrazan, entonan hits feministas al ritmo de los bombos y ondean los pañuelos verdes y violetas en el aire con orgullo. Pienso en mi sobrina, en mis primas, en las hijas de mis amigas, en mí misma de niña. En lo indestructible de darte cuenta de que somos miles y en que así como las disputas son inevitables, unirse es una urgencia.
Me resuenan en la cabeza las palabras de Judith Butler en la mesa de discusión de la Universidad de Tres de Febrero que vi por Youtube a principio de año. La escucho hablar de que le gusta el concepto de marea para denominar al feminismo porque implica continuidad, capacidad de unirse con otras, resistir y trasladarse si es necesario. Las olas, en cambio, están destinadas a romperse y disgregarse cuando tocan la costa. Una última vez me ataca la importancia del lenguaje, porque es cierto que es muy difícil luchar en soledad.
Algunos padres caminan a los costados de la formación con sus hijas pequeñas sobre los hombros, pero también, aunque a la vista se pierden entre el número de mujeres, se nota la presencia masculina encabezando determinadas agrupaciones. Nuestro pedido recurrente de que no asistan parece nunca llegarles. A esta altura no sé si no comprenden que nos incomodan o si simplemente consideran que nuestra incomodidad no es argumento válido o suficiente para no participar. Quizás sea una mezcla de ambas. Mañana, en su cuenta de Instagram, Camila Milagros va a denunciar que reconoció a su violador, Federico Mendoza, entre las filas del MST. Contará que su madre le gritó intentando escracharlo y dirá con furia que si ellos siguen marchando junto a nosotras, es mentira que estamos haciendo una revolución. Entre el dolor voy a darle la razón.
Los pies me laten y decido parar en una esquina despejada para prender un pucho. Ya pasé tres veces sin suerte por la zona que el celular me indica como posición de mis compañeras y como casi son las ocho de la noche, me tienta la idea de desviarme a la terminal para tomar el 129 de regreso a Capital. Ya casi no me queda batería. Estoy por cambiar de rumbo cuando el universo hace un giro argumental y escucho que alguien grita mi nombre. Lourdes y Luciana emergen desde el caudal, corren hasta donde estoy y me abrazan las dos al mismo tiempo. Siento de repente lo que sienten todos cuando por fin vuelven a casa.
***
Después de caminar un rato con las chicas me vengo rápido para la terminal. Son las nueve y cuarto y la marcha sigue, pero tengo el cuerpo congelado y estoy exhausta pese a la emoción. El vientito gélido me pone a temblar menos que ver la fila para el bondi. Me resigno a que voy a demorar más de una hora en poder subir a uno, porque tengo cien personas adelante mío.
Las otras plataformas están iguales o peor y con el correr de los minutos el panorama me recuerda a la 1 y 60. No me queda otra que esperar, porque mi celular está apagado hace rato y no puedo comunicarme con nadie. Mi colectivo es el que más tarda en aparecer y no sé qué hacer para matar el tiempo. El primer 129 que pasa se lleva la gente suficiente para acercarme hasta donde hay reparo, pero todavía quedan muchas personas al frente. Para cuando cumplo dos horas varada, siento que el pibe y la piba que están detrás mío son mis amigos de toda la vida.
—Yo calculo 15 filas de asientos por colectivo —le digo a Fran, que está comiendo con cara de asco un pancho de dudosa calidad que compró en el kiosco—. Si son 15 filas, a cuatro asientos cada una…
—Sí, seguro entramos, aunque sea parados —contesta él pasándose la servilleta de papel por las comisuras de los labios.
—O rompemos todo —se queja Eliana, que está sentada en el piso haciendo muecas de dolor mientras mueve los pies en círculos.
Tarda bastante, por eso cuando se acerca el próximo colectivo aplaudimos como si acabáramos de ganar un premio. El chofer y sus bigotes tupidos se instalan en la puerta con indiferencia, cuentan con el dedo los pasajeros que pueden viajar sentados, los sube y se va, como esos botes salvavidas malgastados en Titanic. Deja a más de doscientas personas esperando y a mí en cuarto lugar para subir al vehículo que siga. Todos lo putean.
—¿Me vas a decir que no planearon aumentar la frecuencia? —aúlla una señora que está adelante.
—Lo hizo a propósito, es una mierda —contesta Fran.
Ya es casi medianoche y la idea de cambiarse de fila es inaceptable. Algunas mujeres intentan hablar con gente de la terminal para saber qué pasa, porque desde ese último colectivo no vino otro y según tenemos entendido circulan hasta entrada la madrugada. A todos les dan respuestas diferentes. Que ya viene, que no pasa más, que no tienen información. Siento que el bello mundo paralelo del Encuentro por fin se ha convertido en calabaza.
Estamos debatiendo qué hacer como si fuese una reunión de consorcio, cuando de repente el grupo de mujeres policías que custodian la terminal corren delante nuestro hacia la otra punta del lugar a los gritos y llamando refuerzos por la radio. Nos miramos entre nosotros sin entender, porque no se escucha nada raro. En treinta segundos un móvil policial y una camioneta entran con las sirenas prendidas, estacionan a nuestra altura y entre el aturdimiento veo a una docena de oficiales hombres bajarse con las tonfas en mano y alcanzar a sus compañeras. El último lleva entre las manos un arma de gas lacrimógeno.
—¡¿Qué pasa?! —pregunta Eliana asustada, pero nadie sabe contestarle.
—¡Si está todo tranquilo! ¡Fuera! —se escucha que gritan al fondo. El resto aplaude y silba en aprobación.
Pasan unos minutos de silencio. Una uniformada se nos acerca y nos comenta con una tranquilidad absurda que la situación está controlada, que lo que pasó fue que un grupo de mujeres intentó colarse en una fila.
—¿Veinte canas para evitar que alguien se cole en una fila? —repito incrédula cuando la veo alejarse.
—Capaz estaban aburridos —dice Fran—. Se quedaron con ganas de reprimir.
Eliana se ríe.
—Eso habla bien del Encuentro.
Cuando llego por fin al hotel, después de viajar desarmada en el suelo de un 195 que vimos de milagro en una plataforma sin fila, son las 2 de la madrugada. Todavía deben quedar centenares de personas en la terminal. Prendo la tele y me desplomo en la cama. Mis pies no sirven más. En un canal de aire están hablando del debate presidencial y admito que me había olvidado de que era hoy. Hago un zapping rápido y vuelvo, porque en ningún lado hablan de la marcha.
Mientras miro a los candidatos, todos hombres, escucho que empieza a llover otra vez. Me estoy quedando dormida cuando recuerdo al tipo del Duna beige que el sábado en pleno diluvio nos gritó desde su ventanilla que éramos unas sucias y que ojalá se nos suspenda.
—Acá vienen de nuevo las lágrimas de machirulo —digo en voz alta para hacerme reír.
El año que viene voy al Plurinacional con mi sobrina.